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FCB Magpies

FM24 Historia Partida realista
Gibraltar Football League
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Comienzo de la experiencia: 25/05/25
Fecha de fin de la experiencia: Sin dato

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El V8 del Corvette era una bestia rugiendo bajo mi control, un trueno rojo devorando el asfalto nocturno de Nápoles. El velocímetro era un borrón inútil; mis ojos, fijos en el punto de fuga donde las luces de la ciudad se convertían en líneas abstractas. A mi lado, Löic Lamar, mi mano derecha, mi sombra, maldecía en francés mientras sus dedos recorrían un mapa invisible en su cabeza, buscando una salida que yo sabía, en el fondo, que no existía. Las sirenas aullaban detrás, dos lobos hambrientos oliendo la sangre, acercándose.

"¡Mierda, Löic! ¿Por dónde salimos de esta?", gruñí, más para mí mismo que para él. La adrenalina, esa vieja amiga, corría por mis venas, pero esta vez venía acompañada de un sabor amargo, el de la frustración, el de saber que habíamos cometido un error. Un error mío.

La esquina apareció de la nada, una fauce abierta. Frené, las ruedas chirriaron protestando, y entonces, la trampa. Dos pantere más, bloqueando el paso, sus luces azules y rojas pintando un cuadro infernal en los edificios húmedos. Se acabó. El rugido del V8 murió con un suspiro ahogado, reemplazado por el eco de las sirenas y los gritos autoritarios.

Manos en alto. El frío de la noche napolitana me golpeó al salir del coche, un frío que no era nada comparado con el hielo que se instalaba en mi estómago. Vi la mirada de Löic, una mezcla de miedo y resignación. "Abbiamo un pesce grosso," escuché decir a uno de los carabinieri. Un pez gordo. Reconocían el rostro, o quizás el coche, o quizás simplemente la desesperación con la que habíamos huido. Sabían.

De rodillas sobre el asfalto. Las palabras de la detención, un murmullo lejano. Mis derechos. Qué ironía. ¿Qué derechos le quedaban a Salvatore Polo? Me empujaron contra el coche patrulla, el metal frío contra mi mejilla, y luego dentro. La puerta se cerró con un sonido definitivo, el sonido de una vida terminando.


Dos semanas. Catorce días que se sentían como una eternidad helada. Gibraltar. La Roca. Irónico que mi centro de operaciones se hubiera convertido en mi jaula. Eran las dos de la madrugada, y el termómetro imaginario marcaba cinco grados bajo cero, o eso sentía mi piel a través del uniforme raído. El frío aquí no era como el de Sicilia, ni siquiera como el de Nápoles. Era un frío húmedo, penetrante, que se aferraba a los huesos y susurraba promesas de olvido.

Apoyado contra los barrotes, el metal gélido parecía una extensión de mi propia alma. Las imágenes volvían, fragmentos de pesadilla: el Corvette derrapando, las luces cegadoras, la cara impasible del juez, la semana de infierno burocrático, y finalmente, la extradición. No a Italia, no, eso hubiera sido demasiado simple. A Gibraltar. Aquí, donde yo, Salvatore, había tejido la red, donde había sido el cerebro invisible que movía los hilos del narcotráfico para la "Nuova Lombardia", esa nueva generación ambiciosa y sin escrúpulos.

El frío traía consigo las sombras. Figuras danzaban en la periferia de mi visión, susurros que se mezclaban con el goteo constante de alguna tubería lejana. La culpa. Era un veneno lento, corroyendo las paredes de la fortaleza que había construido a mi alrededor durante años. Cada decisión, cada orden, cada vida afectada… ahora pasaban factura en la soledad de esta celda.

Cerré los ojos, buscando un refugio que no existía. Y entonces, como un fantasma convocado por la desesperación, apareció Hanny. Su rostro, pálido y tenso, al otro lado del cristal blindado en aquella sala de visitas italiana, justo antes del final. Sus ojos, buscando respuestas que yo no podía darle.

"Creo que me van a extraditar," le había dicho, mi voz sonando extraña, lejana. "¿Y los niños? ¿Cómo están i bambini?" La pregunta desesperada, un intento torpe de aferrarme a lo único puro que quedaba en mi existencia. Pero el tiempo se acabó, el guardia nos separó, y su última mirada fue una mezcla de amor, miedo y una profunda, insondable tristeza.

Un escalofrío me recorrió, más intenso que el frío de la celda. El remordimiento era una marea negra, ahogándome. ¿Valió la pena? ¿Todo el poder, el respeto ganado a base de miedo, el dinero…? La respuesta era un grito silencioso en mi cabeza.

Dejé caer la frente contra los barrotes helados, el impacto sordo resonando en el silencio. Un susurro escapó de mis labios, un reconocimiento tardío, una confesión al vacío:

"L'ho cercato."

Lo busqué. De alguna manera, en algún punto del camino, había elegido este infierno. Y ahora, debía entender cómo había llegado hasta aquí.

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