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El frío de Gibraltar me transporta a otro frío, uno más antiguo, el de la indiferencia. Nápoles se desvanece y emerge Sicilia, 1982. El aire olía a pólvora y a traición, el apogeo de Cosa Nostra. Nací en medio de ese torbellino, pero mi guerra personal empezó mucho antes. A los dos días, ya era huérfano. El nombre en mi partida de nacimiento era un epitafio: mi madre, devorada por el crack; mi padre, un fantasma, un ladrón de poca monta borrado del mapa en Florencia, probablemente por pisar los callos equivocados. No heredé nada, ni un rostro que recordar, ni una historia que contar. Solo el vacío.

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Fueron las monjas quienes llenaron ese vacío inicial. Un hogar infantil, muros blancos y olor a incienso. Me llamaban Salvatore. Me dieron techo, comida y oraciones, un simulacro de infancia entre rezos y rutinas. Fueron ocho años. Ocho años de sentirme un extraño, una pieza que no encajaba en su puzzle de piedad. Veía a los otros niños, sus pequeñas esperanzas, sus pequeños miedos. Yo solo sentía un nudo en el estómago, un impulso que crecía día a día. No era gratitud lo que sentía, era impaciencia. Una fuerza, una certeza visceral de que mi sitio no estaba allí, entre campanas y sotanas. Así que, una noche, cuando la luna era cómplice y los cerrojos parecían menos severos, simplemente me fui. No hubo plan, solo instinto. El instinto de sobrevivir, de buscar algo, aunque no supiera qué.

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La libertad olía a basura y a jazmín marchito. El parque se convirtió en mi dormitorio, mi comedor y mi aula. Sicilia me acogió en su regazo más crudo. No tardaron en encontrarme, o quizás yo los encontré a ellos. La fauna nocturna: picciotti de mirada dura, prostitutas de corazón curtido. Me "adoptaron". Me daban pane e panelle, me protegían del frío con alguna manta raída, y a cambio, yo era su talismán. Un niño. ¿Quién iba a disparar con un niño delante? Era un escudo humano, y lo sabía. Pero también era invisible, un observador silencioso.

Aprendí rápido. Aprendí a leer miradas, a descifrar silencios, a medir el peligro en el tono de una voz. Aprendí que la lealtad era un bien escaso y la astucia, la única moneda con valor real. Vi pasar generaciones de matones y donne di strada. Vi ascensos y caídas, traiciones y alianzas fugaces. Y yo permanecía. Mi seriedad, mi silencio, mi capacidad para ver sin ser visto, me ganaron un respeto extraño, casi paternal. Era el niño de todos y de nadie.

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Cuando cumplí los dieciocho, la calle me celebró. Tres días de fiesta. Vino barato, música estridente, abrazos sinceros y miradas cargadas de un afecto retorcido. Incluso vino Soffia. La había visto crecer, como ella a mí. Sus ojos oscuros siempre habían sido un enigma, una promesa de algo diferente. Esa noche, bajo las estrellas sicilianas y el humo de los cigarrillos, esa promesa pareció al alcance de mi mano. No sabía que el precio de tocarla sería mi propia alma.

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