Marco Rafael "El Abeja" Entre grafitis y pepinos, mi nueva vida Crónica de un aterrizaje anunciadísimo. El 21 de junio, antes que las tostadas, ya estaba pisando el aeropuerto de Ámsterdam. El sueño del pibe cordobés: pasé de comer criollitos en Carlos Paz a ver bicicletas por todos lados sin entender si era una manifestación o la vida diaria. Salí del aeropuerto como duque perdido, con la mochila medio vacía, la cara de dormido y el Google Maps pidiendo clemencia. Me toca pedir un Uber para Zuidoost, que el traductor me había vendido como un pintoresco y colorido exclave de la ciudad; yo pensé “exclave” era lo que te pasaba cuando te olvidabas la llave. Nada que ver: resulta que ahí viven unas 84.000 personas y ninguno tiene la menor idea de quién soy yo. La zona, según mi primera impresión y lo que vi por la ventana, es un arcoíris con edificios modernos, grafitis de colores y gente que va y viene con un ritmo que te deja bizco. Pero mi parada era el célebre Bijlmer Sportpark, el estadio del club donde, según Jan van der Pol, voy a tener todo: oficina, habitación y las cuatro comidas diarias como pago, que para mí es oro puro. Lo único que sé cocinar son fideos. Entro al predio con la expectativa de encontrarme con canchas de último nivel y lo que veo es más parecido a los potreros de Córdoba, pero con pasto bien verde y líneas bastante rectas. Mi "oficina" parece más bien el aula de plástica de la primaria, y mi "habitación" tiene menos muebles que rancho de pescador, pero hay colchón. El desayuno es pan con queso y algo que nunca supe si era mermelada o experimento químico. El almuerzo, sándwich gigante con pepinos y esa salsa rara que en Argentina solo le pondrían a una ensalada rusa. La merienda lo mismo que el desayuno, pero más frío, y la cena… bueno, sopa de verduras, pan, y si tengo suerte, aparece una fruta misteriosa. Eso sí, siempre cuatro comidas: el club cumple. Por ahora no hay sueldo, pero el estómago agradece. Lo bueno de vivir en el estadio es que nunca vas a llegar tarde al entrenamiento, aunque si cocinan algo raro seguro llegás primero al baño. Ese primer día me sentí raro, entre emocionado y sin entender mucho. Me saludaron tres viejos del club, dos chicos que jugaban al ping pong y un perro que, si le enseñaba a patear, seguro jugaba mejor que yo.
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