Jump to content
FMSite en modo aplicación

Una mejor manera de navegar. Saber más

Football Manager Español - FMSite.net

Instala FMSite en modo App en tu dispositivo para mejorar la experiencia, recibir notificaciones nativas, premios y más!

Para instalar esta aplicación en iOS o iPadOS
  1. Tap the Share icon in Safari
  2. Scroll the menu and tap Add to Home Screen.
  3. Tap Add in the top-right corner.
Para instalar esta aplicación en Android
  1. Tap the 3-dot menu (⋮) in the top-right corner of the browser.
  2. Tap Add to Home screen or Install app.
  3. Confirm by tapping Install.

Respuestas destacadas

Publicado
horizontebanner.jpg
gotaslluviacristal1.jpg
Capítulo 1: Rozar el horizonte

Me desperté, aunque apenas había podido conciliar el sueño aquella madrugada. Era 6 de junio de 2012, una fecha como otra cualquiera dentro de una rutina rauda y desfasada. Mis pies descalzos apenas notaron el frío del suelo al bajar de la cama. Pleno verano, y apenas ocho grados de temperatura. Tampoco era ninguna novedad por la que alarmarse. Caminé hasta la ventana y despejé las cortinas. Más allá del cristal, un sol de justicia en un cielo completamente azul sin ninguna nube que supusiera obstáculo para una estampa de extrema belleza. No nos paramos a pensar casi nunca en la simbología que tiene cada cosa que nos rodea. Aquel día fue frío sentimentalmente, desagradable. Sin embargo, tenía en el fondo una meta que relucía en mi corazón desde mi infancia como el sol que gobernaba en la ciudad de Samara.

Fui hasta el comedor para desayunar, y como de costumbre mi madre ya me había dejado preparado el desayuno. Siempre tan atenta y mirando por los demás. No había nadie en casa. Ella estaría comprando en ese infierno que son las calles de esta ciudad. Mi padre, por el contrario, trabajaba en ese maldito empleo de producción textil que nos había traído hasta este suburbio insoportable. Hasta el café sabía más amargo que de costumbre. Mientras llenaba mi estómago con un par de croissants, leía la revista de fútbol de siempre. Era de 1992, un anuario que repasaba lo mejor que había acontecido el año. Una reliquia que le descubrí a mi padre años más tarde, cuando yo crecí un poco más. Dinamarca reventaba la Eurocopa por sorpresa, mientras que España se alzaba con el oro olímpico de Barcelona en su primer gran éxito tantos años después. La selección de mi país estaba cerca de convertirse en una de las mejores del mundo de forma efímera, pero tan sólo se vislumbraban destellos en el cielo.

Me fui hasta la habitación de nuevo y guardé la revista en una maleta que ya tenía preparada. Tenía veintidós años y tenía decidido que quería escapar de aquella cárcel en la que la vida me metió hacía dieciocho. Sin que mis padres se diesen cuenta, había preparado toda mi ropa, mis objetos y todo aquello que necesitaba para marchar en cuanto pudiera, pero realmente no lo hacía nunca. Me faltaba ese último empujón. Al fin y al cabo, no me era fácil emprender un nuevo rumbo dejándoles atrás. Me senté en la cama, deslicé mis manos por la cara y eché mis cabellos atrás. El suspiro expresó por mí mis sentimientos.

Como cada mañana, revisé toda la documentación por si tenía que partir en cualquier momento. Todo estaba en regla, aunque con esa mancha en el apartado de segunda nacionalidad que me hacía sentir vergüenza. También estaba, entre todo ese papeleo simbólico, la licencia que me permitía entrenar a cualquier equipo del planeta. Yo, tan insignificante en el mundo, con un abanico tan amplio de posibilidades. Me saqué el título a escondidas, pues mi padre renegaba de la posibilidad de que pudiera cumplir mi sueño. Tenía una visión demasiado anclada. Todo por ese estúpido miedo a poder triunfar y que las cosas salieran bien. Acostumbrado a tener que nadar contracorriente, parecía querer someterme a ese mismo camino. Él, en realidad, era un gran aficionado al fútbol. Le apasionaba, aunque en casa no quería ni aparentarlo para evitar cualquier tipo de conexión mía con ese deporte que tanto amaba. Era absurdo querer retenerme en un lugar que ellos eligieron por mí, con buena intención y por necesidad, pero al que yo nunca me aclimaté ni me dejaron aclimatar. Lo odiaba.

Con cuatro años partí de mi ciudad natal rumbo hasta Rusia, en un cambio que me pilló sin ser demasiado consciente. Aquí en Samara tuve que crecer entre la marginación de vecinos, compañeros de clase y un reproche generalizado sólo por ser de donde era. No tenía ni un solo amigo, ni una sola amiga. Todo, por ser simplemente de un lugar que ellos mantenían que siempre debió formar parte de Rusia, y que no éramos más que sus subordinados y unos desagradecidos que no reconocíamos su autoridad. Una mentalidad cerrada, desfasada y dañina. La paradoja es una de las grandes amantes que tiene la vida. Siempre a su lado. Nosotros éramos los invasores y los que estábamos en su tierra, cuando eran ellos los que consideraban que la nuestra debía estar anexionada a la suya por siempre.

Todos me miraban mal. Me asfixiaban con sus comentarios xenófobos, que siempre iban finalizados con coletillas poco agradables. Era sorprendente que, en una ciudad tan grande, hubiera acabado en un lado tan conservador en el que incluso los profesores me miraban con recelo. Ni siquiera cuando adquirí su nacionalidad, por obligación de mis padres, me quisieron integrar. Así fueron mis años en el colegio y en el instituto. Un trauma permanente para una mente que maduró a través de la filosofía del rechazado, especialidad de la casa para una sociedad insolente y llena de prejuicios con un postre de maldad. Por supuesto, rechacé ir a la universidad. Ya me había doctorado en decenas de lágrimas diarias. Ésa era mi carrera.

Todo empezó cuando mi ciudad sufrió los golpes de una crisis que siempre asoló a mi país, donde la pobreza era más destacada que en otros lugares. La industria textil se fue a pique y mi padre quedó desempleado. En realidad, hace 20 años la vida no era tan diferente a como lo era ahora, ¿verdad? Desesperados, ellos vieron como mejor opción partir hacia Rusia, un país que había sufrido una terrible crisis por la desintegración de su conglomerado imperial de explotación de naciones que era la URSS. Necesitaban mano de obra. Mi padre ayudó a levantar el país a estos energúmenos que nunca tuvieron ni una palabra de consideración hacia mi persona. El odio impregnó cada papel que decidí llenar de palabras vacías de utilidad pero ricas en alma. Mi habitación era la musa para mi lado poético.

Me vestí y malgasté el día haciendo lo mismo de siempre. Leer, pensar, volver a leer, reflexionar, llorar, gritar para terminar soñando era mi consumición rutinaria. Así llegó la noche. Mi padre llegó de trabajar a las seis de la tarde, como siempre. Nos sentamos a cenar en un silencio tan incómodo como habitual. Se rompió cuando, al finalizar ya la comida, me preguntó cómo me había ido el día. Le contesté lo de siempre, que había encontrado algo nuevo en una revista que tenía 20 años de antigüedad.

- “¿De nuevo con el maldito fútbol?”, me replicó.

Comenzó la enésima discusión. El triste e intragable pan de cada día. Nos enzarzamos en voces hasta que algo en mí me hizo reaccionar. Mi madre, ajena en la cocina, no daba demasiada importancia a lo que ocurría, anestesiada por ser algo diario. Sin embargo, aquello fue diferente. Me encerré en mi habitación con un portazo, mi padre aporreaba la puerta desde fuera y yo me quedé completamente paralizada en un vacío mental mientras observaba el reflejo de mis ojos grises en el cristal de la ventana. Echaría de menos mi habitación, mi cama, mi escritorio, mi armario, la esencia de aquel lugar que era mi único regocijo. Ojalá pudiera haberme llevado aquello conmigo, pero ni siquiera pertenecía a mi familia. Cerré las maletas y salí dispuesta a abandonar mi hogar.

- “¿Adónde crees que vas?”, me amenazó mi padre.

Mi madre, asomada al salón, se quedó sin habla y boquiabierta. Sé que ella nunca imaginó que yo pudiera hacer algo así.

- “Me voy a saber lo que se siente a rozar con los dedos el horizonte”, le repliqué.

Salí de la casa mediante otro portazo y corrí todo lo que pude presa del miedo. La incertidumbre me aterraba, pues no era consciente de lo que había hecho en realidad. Ninguno de mis padres abrió la puerta y gritó mi nombre para un último intento de rescate. Los viandantes vecinos al verme sonrieron a la vez que se quedaron sorprendidos. Estaba de suerte, podría ir hasta la estación de autobuses de Samara. Hoy era el primer día de la semana en que partía un autobús hacia mi querido y anhelado país. La salvación a este infierno.

Fui andando, aunque estaba a treinta minutos. En realidad me sobraba tiempo. Sabía perfectamente que el horario de salida eran las nueve y media de la noche. No quería pasar mis últimas horas en un taxi de aquel infierno ruso. Sabía que algún día tendría que regresar, pero sería para culminar mi venganza en cada visita en la consecución de mi sueño. Todo el mundo siempre se burló de él. Su mísero argumento, que alguien como yo jamás podría optar a conseguirlo. Siempre deseé volver con mi selección nacional para derrotar y humillar a la gran potencia Rusia.

Compré el billete. No había muchos asientos ocupados en aquel transporte que era mi apoyo moral hacia alcanzar mis sueños. Resoplé. Estaba al límite. Tantas veces imaginé en realizar aquel drástico cambio, y ahora estaba ya inmerso en él. La gran diferencia con el de hacía dieciocho años es que este fue voluntario, aunque contenía la misma incógnita. Errar me perseguiría como un fracaso estrepitoso. Pero, ¿acaso no había sido mi vida completa prácticamente un fracaso? El bus abandonó el andén de la estación. Atrás quedaban las calles de Samara entre una lluvia que sorprendió a todos. Las gotas se enamoraban de la parte externa del cristal. Las lágrimas derramadas de mis ojos se fundían en un abrazo desde el otro lado, enfrascadas en la canción que resonaba en mis oídos, Had a bad day. La paradoja, siempre la paradoja. Mis padres, en realidad, no merecían eso. Tocaba volver a casa, a recuperar mi identidad. Mi vista, empañada, no quitaba la mirada de mi pasaporte. Melissa Bulgarov, en busca de rozar con los dedos el horizonte.

Guest
Este tema está cerrado y por tanto no se puede responder en él.
¿Cómo adjuntar imágenes? Súbelas a postimages y copia el "Enlace directo" en el mensaje.

viendo esta sección 0

  • Ningún usuario registrado viendo esta página.

Configure browser push notifications

Chrome (Android)
  1. Tap the lock icon next to the address bar.
  2. Tap Permissions → Notifications.
  3. Adjust your preference.
Chrome (Desktop)
  1. Click the padlock icon in the address bar.
  2. Select Site settings.
  3. Find Notifications and adjust your preference.