La Desilusión no tiene fin.La derrota en casa aún dolía. La moral estaba baja, y el viaje a Brisbane Road para enfrentar al Leyton Orient, un equipo consolidado en la mitad de la tabla, se sentía más como una procesión que como una oportunidad. El ambiente en el autobús era tenso, cargado con el peso de la presión. Alasdair, sin embargo, había ideado un plan. Había pasado horas analizando videos, buscando la forma de sorprender al rival y, sobre todo, de inyectar algo de vida en sus jugadores. El nuevo esquema: un 4-3-3 estrecho, con toques cortos y rápidos, buscando desarmar al rival desde el inicio. El pitido inicial encontró a un Exeter transformado. Los primeros diez minutos fueron una revelación. El balón circulaba con fluidez, los pases eran precisos y la movilidad de los mediocampistas, con Aitchison como el engranaje central, desconcertó por completo al Leyton Orient y a su afición. La posesión era del Exeter, las triangulaciones aparecían y la portería rival, por momentos, parecía vulnerable. Había una chispa, una esperanza que encendía la mirada de Alasdair desde el banquillo. Pero, como una vieja herida que se reabre con el frío, la falta de temperamento y la baja autoestima del equipo volvieron a golpear. A los quince minutos, en un pestañeo, el Leyton Orient orquestó una contra fulminante. Un pase largo a la espalda de la defensa, una carrera imparable del delantero, y la red se mecía. 1-0. Un solo disparo, un solo error, y el partido parecía cerrado. La promesa de esos diez minutos iniciales se desvaneció en el aire gélido de Londres. Alasdair, en un acto de desesperación, mandó a todo el Exeter al ataque. Cambió el dibujo, buscando profundidad y presencia en el área. La táctica, una vez más, demostró su efectividad en el armado de las jugadas. El balón llegaba al área, las paredes se sucedían, los espacios aparecían. Pero la conversión... esa palabra se había convertido en la cruz del Exeter. Cox, un delantero con potencial, pero ahogado por la presión, se encargó de errar todas las oportunidades. Disparos desviados, decisiones equivocadas, la desesperación en sus ojos era un espejo de la frustración colectiva. Cada ocasión perdida era un clavo más en el ataúd de la moral del equipo. El pitido final fue un alivio, pero también una tortura. Alasdair entró al vestuario en silencio. Sus jugadores, cabizbajos, evitaban su mirada. Los minutos pasaron en un pesado mutismo, roto solo por el sonido de las duchas lejanas. Finalmente, la voz de Alasdair, apenas un susurro, rompió el silencio, cargada de una desilusión profunda. "Espero que el fondo del mar esté cerca", dijo Alasdair, clavando la mirada en el suelo. "Ya no quiero seguir hundiéndome con ustedes".
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