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Zona del Escritor

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UNA HISTORIA DE AMOR

Parece que fue ayer cuando nos presentaron, aunque yo ya sabía quien eras de antes, sin que tu lo supieses. Nos fuimos conociendo, y a cada minuto que pasaba me gustabas más y más.

Me has enseñado lo mejor y lo peor, tu cara buena y la mala. Hemos tenido rachas de encontrarnos a cada instante y otras de no vernos durante días. Pero ni aún así te he olvidado. Ni lo haré.

Cuando estaba mal tu me apoyabas y me animabas, cuando estaba bien tu me mostrabas tu mejor versión, y cuando no estaba....te eché de menos.

Hemos vivido momentos juntos inolvidables, y otros para olvidar. Pasar de la alegría a la decepción en un minuto, o del llanto a la risa en un instante.

Me encanta sentirte cerca. No hay día que no me acuerde de ti. Has creado en mi un sentimiento que durará toda la vida. Y lo mejor de todo, es que yo quiero que siga.

Ahora sólo puede darte las gracias, porque gracias a ti me dan ganas de superarme, avanzar y progresar en el camino, aunque no seas mi prioridad en la vida.

Sólo espero que sigas conmigo, a ser posible, toda la vida.

Te quiero....baloncesto

  • 1 mes más tarde...

No había visto este hilo, más que interesante. Aquí dejo algo que escribí hace algo más de una semana, seguramente termine cambiando palabras o versos, dado que para acabar la carrera hay que cruzar la meta unas seis o siete veces.. y después de acabada, seguirá terminando una y otra vez.

PARAFRASEANDO AL MAESTRO... "YO, MI, ME... CONMIGO"

Cuando la lluvia habla

y los versos caen.

Cuando la mirada calla

y el gesto grita.

Cuando la luna es diabla

y el lápiz virgen.

Cuando el tiempo falla

y yo vivo.

Donde el fuego rompe

y las cenizas queman.

Donde la mañana se viste

y la noche empieza.

Donde los sueños se escriben

y la realidad blasfema.

Donde el viento discute

y yo ladeo la cabeza.

Espero estar conmigo.

Básicamente se puede leer de dos maneras. La primera, normal, como todo. La segunda, leyendo primero lo que está en negrita y luego volviendo arriba para leer lo que no está en negrita. No sé si me explico. Tengo muchísimas cosas escritas, quizás vaya añadiendo algunas con el tiempo.

  • 1 mes más tarde...

Una irónica sonrisa se dibuja en mirostro cada vez que recuerdo aquella tarde. Aquella tarde del veintisiete dejunio de dos mil ocho, que pareció ser la peor de mi vida. Como todo lo que undía consideramos terrible, acabó convirtiéndose en anécdota, una de esasocasiones que rememoramos para contar anuestros nietos. No descubrí nada extraño, pero me fue revelado uno de lospilares por los que el ser humano vive, una de las columnas básicas en las quese sustenta la condición humana, lo que nos diferencia de muchos otros animalesque sólo se guían por instintos: el Amor.

Con quince primaveras a las espaldas, unocree conocerlo todo. Años más tarde, sonreímos recordando esa estúpida idea, ala vez que comprendemos la imposibilidad de poseer un conocimiento más allá delo relativo. Acababa de terminar el cuarto grado de la ESO, con una buenacalificación, lo que me daba acceso a los estudios superiores del Bachillerato.Fruto de mi esfuerzo llegó un boletín de evaluación cuyo balance podríaconsiderarse más que positivo, por lo que mis padres decidieron hacerme algúnque otro regalito inesperado. Sumándole a esto que la relación con mi noviaparecía ir mucho mejor de lo que cualquiera de los dos hubiéramos esperado enun primer momento, mi estado de ánimo podía calificarse de exultante.

Hacía semanas que sabía que el cumpleañosde mi novia era el veintiocho de junio, y, obviamente, sabía que estabainvitado. Ella lanzaba pequeños mensajes subliminales sobre ello cada vez quenos veíamos durante las semanas previas al evento, y yo entendí que quería unbuen regalo. Comenzando la semana clave, decidí salir a la caza y captura delobsequio perfecto para la chica perfecta. Tanta perfección fue imposible dealcanzar para cualquier objeto material, por lo que mi búsqueda finalizó sinresultado alguno. El sol que, más que templar a los transeúntes, los castigaba,no me ayudó. Debía recorrer todo el centro de la ciudad, tienda por tienda, conel objetivo de hallar aquello que hiciera feliz a Clara. Pero, una y otra vez,mis pesquisas resultaban improductivas. Anillos, colgantes, camisetas, zapatos,perfumes… nada me convencía. Nada llegaba a rozar siquiera el grado deidealización que había hecho de ella. Así pues, llegué, compuesto y sin regalo,a la víspera de su aniversario.

Tras dedicar gran parte de la mañana aconsultar páginas y foros de Internet en busca de consejos, al mediodía miánimo había bajado a la misma velocidad a la que la selección española defútbol parecía ir conquistando la Eurocopa de Fútbol, celebrada en Austria y Suiza. No probébocado durante la comida, y a mi madre le extrañó tanto que, rompiendo latónica de hermetismo personal que solía reinar en mi familia, me preguntó.

-Hijo, te noto raro… -dijo,delicadamente- ¿te ocurre algo?

-Nada, mamá. ¿Puedo dejar la comida parala noche? Es que no me encuentro bien… -mentí.

Ella asintió, triste. Tras retirar miplato de la mesa y depositarlo en la encimera de la cocina, me encerré en micuarto. Tumbado en la cama, tan sólo la cara de Clara rondaba mi mente. Nopodía permitirme decepcionarla. No a tan perfecta dama con la que el destino mehabía obsequiado meses atrás. Por un momento la idea de no volver a tenerlaentre mis brazos eclipsó al resto de pensamientos. Me incorporé de un brinco,completamente aterrorizado por esa horrible visión. "¿Y si no le regalo nada? ¿Pensará que no soy un buen novio? ¿Y si medeja?", pensé.

Intenté organizar mis ideas y encontraruna manera de solucionar el lío en el que me había metido yo solo. Lo único queno había hecho aún, quizás por orgullo, quizás por no molestar en exceso, erapedir consejo a mis amigos. Sin perder un instante, me lancé en busca de miteléfono móvil. Una vez en mi mano, empecé a buscar entre todos mis contactos aun buen asesor. No tardé en dar con él. Juan Pedro Gómez Rayón, Juampe para los amigos. Era un chavalrubio, de complexión atlética y ojos azules, que volvía completamente locas alas féminas de nuestra edad, más aún a las más jóvenes e incluso había llegadoa atraer a chicas mayores que él, lo que, en nuestro grupo, considerábamos todoun logro. Gozaba de nuestro total respeto, el cual había ganado merced a sucarácter afable, de pura simpatía y sonrisa eterna. Pero, más allá de eso, erauna persona bastante madura. Al menos, en los términos en los que podemosrelacionar madurez con un muchacho de dieciséis años. Marqué su número, y trasun par de tonos que me supieron a amargos nervios, su voz respondió.

-¿Sí?

-¡Hola, tío! ¿Qué tal? ¡Soy yo, Javi!

-¡Ah! Hola, Javi. Pues aquí andamos, tío–su voz grave retumbaba en el altavoz del teléfono-. ¿Y tú qué, cómo te va? Mehe enterado que mañana es el cumpleaños de tu chica… -dijo, pícaro.

-Precisamente sobre eso quería hablarte…-respondí, desanimado.

-Vaya… -repuso- no te noto muy animado.¿Ocurre algo?

-¡No sé qué regalarle a Clara!

-¡Uh, no digas más! –Interrumpió con tonosabio-. Sé lo que quieres.

-¿En serio?

-Hazme caso y escucha. Tu novia no es unachiquilla normal -decía-, tienes que hacerle un regalo que la haga sentirverdaderamente amada. Un detallito, algo que no sea muy caro ni impresionante,pero que os una a los dos. Me entiendes, ¿no?

Su discurso podría haber convencido acualquiera, pero yo, mostrando una vez más mi lado más terco, le respondí demala gana.

-Pues vaya, tío. Eso ya lo podría haberpensado yo solito, ¿eh?

-¿Qué? –parecía enfadado por mi réplica-Te he dicho lo que pensaba, ¿y así me contestas? Pues la próxima vez lepreguntas a otro, tío.

Sin dejarme tiempo siquiera a contestar,colgó.

En ese momento no le di muchaimportancia, pero he de reconocer que Juampe ha sido un gran apoyo en los malosmomentos, y no siempre le he correspondido. Días después volví a llamarlo paradisculparme, y él, haciendo gala una vez más de su buen corazón, me perdonó sinrencor. De todos modos, aún tenía una meta que conseguir aquella tórrida tardeveraniega, y no podía perder un segundo más. Marqué un par de números más, perono contestaban. Estarían en la playa, supuse. El verano no está hecho para darconsejos a los amigos, sino para disfrutarlo.

Rebuscando entre nombres y nombres queparecían aparecer de la nada en una agenda que, de repente, parecía habersevuelto infinita, encontré el de Marina. Era un número que marcaba con la mismafrecuencia que el 112, el de Emergencias. En ese preciso instante no contempléotras opciones que se me presentaron más tarde, por lo que decidí llamarla,sabiendo de sobra que lo que ocurriría no sería plato de buen gusto para miextraño paladar social.

-¿Síiiiiii?

-Eh... hola, Marina. ¿Puedo hablarcontigo? –pregunté, tratando de ser lo más condescendiente posible.

-Si quieres hablar conmigo, ven a laplaya –finalizó tajantemente, con una estúpida risa, antes de colgar elteléfono.

Marina era una femme fatale en un cuerpo de apenas quince años, una horriblebelleza coronada de rubio –de bote, obviamente-, que consideraba susuperioridad a los demás como un hecho incontestable, casi tocado por unagracia divina. Ella, en un alarde de su dudosa inteligencia, solía resumirlo enuna sola frase: "Es que soy mejor quemejor". Creo que no hace falta decir que su carisma, o mejor dicho, sus dos carismas, residían palmo y medio pordebajo de la boca que soltaba perlas de tal magnitud, que eran reídas hasta lasaciedad por chavales babosos que parecían seguirla a todas partes.

Tras vagar por la playa durante veinteminutos, a expensas del calor asfixiante que intentaba ajusticiarme, di con lalarga cabellera rubia, que se dedicaba a coquetear con un veinteañero, de esosque se fabrican en los gimnasios. Cuando por fin reparó en mi presencia, melanzó una indiferente mirada de soslayo.

-¿Qué quieres?

Me encontraba ante la imperiosa necesidadde responderle de mala manera, pero reprimí mi agresividad y la cambié por lacuriosa habilidad diplomática que había que tener para tratar con la jovenarpía rubia.

-Necesito hablar contigo, te lo dijeantes –repuse, con la mejor de mis sonrisas.

-En ese caso, me ayudarás a levantarme,¿verdad? –contestó sonriendo, a sabiendas de que ella era la que tenía lasartén por el mango.

Alzó su mano con altanería y la tomé,cargando con todo su peso hasta que conseguí levantarla y dejarla de pie.

-Gracias –dijo, desganada-. Bueno, ¿medices qué te pasa o qué?

-Sí, claro, ¿cómo no? –mi rabia aumentabapor momentos-. Bueno, te explico: como sabrás, mañana es el cumpleaños de minovia…

-¡Ay, claro! Le he comprado un regalosúper mono, le va a encantar… -exclamó, y acto seguido cambió su tono por unoamenazador- ¿Y tú? Más te vale que tengas algo bueno que darle.

-Eso es lo que te quería comentar. No séqué regalarle.

-Mira que eres inútil… -dijo, condesprecio- ¿No sabes qué regalarle a una chica? Cuatro reglas de oro: grande,caro, bonito y rosa. Aunque no sé si tu novia, siendo como es de rarita, sabrá apreciar un buen regalo.

-Gracias… -mascullé, entre dientes.

Me alejé de su sombrilla tan rápido comome fue posible, y una vez estuve fuera de su campo de visión, me lancé derodillas a la arena y empecé a lanzar puñetazos salvajes, mientras los bañistasme contemplaban, atónitos, desde el agua, y aquellos que se dedicaban a tomarel sol tumbados sobre sus toallas trataban de apartarse del camino de larabiosa criatura en la que me había convertido en tan solo unos segundos.Instantes después, cuando conseguí calmarme, me dirigí a mi casa, cabizbajo. Ellugar de toda la furia que acababa de descargar sobre la inocente arena de laplaya había sido ocupado por una sensación de fracaso que pocas veces anteshabía experimentado. Al menos, no de manera tan intensa.

Crucé el umbral de la puerta de mi cuartocon la misma sensación de un condenado a muerte que abandona su celda pararecorrer el corredor de la muerte. Por suerte, o por desgracia, aún hervía enmi interior un resquicio de esperanza. Tomé mi teléfono por última vez y marquéel número de Sergio Rodríguez de Lerma. Sergio había sido mi mejor amigo de lainfancia pero, un par de años atrás, las envidias de terceros y las malaslenguas se habían encargado de ir socavando nuestra amistad hasta convertirlaen una fría relación de hola y adiós.

-¿Sergio?

-¿Javi? ¿Eres tú? –preguntaba, incrédulo-No me lo creo… ¡cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Cómo te va todo?

-Bien, tío. Te quería preguntar unacosita -dije rápidamente-. Total, mañana es el cumpleaños de mi novia y no séqué regalarle…

-Para –interrumpió, serio-. Hace más dedos años que no hablamos, ¿y ni siquiera me preguntas cómo estoy? Has llamado aun viejo amigo con el que no has tenido contacto en un par de años, ¿y sólopara que te solucione tus problemas? Me parece… me parece que tú no eres aquelque yo consideré un día mi amigo. Que te vaya bien, adiós.

Me quedé completamente petrificado. Elmóvil parpadeaba indicando que la llamada había finalizado, pero mi mano seguíaparalizada. Comencé a pensar. El pesimismo se apoderó de mí, junto a la amargaautocrítica de aquel que ha sido obligado a reconocer su error. "¿En qué me he convertido? ¿Cómo he llegadohasta aquí? Hace un par de semanas, sin ir más lejos, me consideraba una personacompleta, feliz, sin problemas y querida por la gente. Y hoy me encuentro mássolo que nunca, solo pese a estar siempre acompañado, a estar siempre rodeadode personas que parecen quererme. Todo es una mentira. Una burda imitación deuna realidad que jamás existió, ¡y jamás existirá! Y ella… quizás… no lamerezco. O quizás es ella la que no se merece que alguien tan rastrero como yoesté a su lado. He dejado de lado a mis amigos en busca de un maldito objeto,un asqueroso regalo que jamás podrá simbolizar el amor que siento por ella. Notengo nada que darle. Nada. Y sin nada, no puede quererme."

Ahogado por la desesperación y laslágrimas que empapaban mi almohada, caí rendido, con la esperanza de que quizásun extraño sueño me aclarase las ideas.

A la mañana siguiente, me desperté máspronto que de costumbre. Los primeros rayos de sol se filtraban por los filosde la vieja persiana, dándole los buenos días a la habitación con una tenue luzdorada estival. Sentí los surcos secos de las lágrimas sobre mi cara, lasmismas lágrimas que aún humedecían la almohada. Al levantarme y mirarme en elespejo, pude comprobar, estupefacto, cómo una amplia sonrisa confería a mi caraun aspecto optimista y feliz. Animado por esto, decidí volver a mi cuarto.Finalmente, había encontrado la respuesta. Ya sabía cuál iba a ser el regalo deClara.

A las cinco menos diez de la tarde, yenfundado en mis mejores galas –bueno, las mejores galas de un chaval de quinceaños-, me encontraba caminando por la calle Real, con bastante prisa, puestoque el cumpleaños comenzaría en diez minutos y no estaba seguro de que me dieratiempo a llegar sin retraso. Nunca pensé que fuera tan rápido: cuando el relojdescontaba tres minutos para llegar a las cinco en punto, alcancé su edificio.Como ya sabía, la cerradura del portón se abría con un ligero golpe seco, asíque decidí darle una sorpresa a Clara y que, dentro de lo que cabía, noesperase mi llegada. Miré a ambos lados de la calle para comprobar que no habíaningún transeúnte curioso. Nadie. Con la palma de la mano, golpeé la cerradura,que cedió y abrió la puerta de golpe. Entré en el portón, y un soplo de aire gélidobajó mi temperatura corporal al mismo tiempo que mi estado de ánimo. Frío. Denuevo el pesimismo intentó abrirse camino, susurrándome al oído. Decía que miregalo no valía nada, que hoy en día, una carta de amor sincero no es nadacomparada con los demás obsequios que le harían sus amistades: la cubrirían dejoyas, ropa, perfumes y demás abalorios. Saqué la carta del bolsillo de michaqueta, encerrada en un impecable sobre blanco. Por un momento sentí lanecesidad de romper la carta y huir de allí. Al segundo, recapacité y me sentísucio, despreciado, por solo haber tenido esa idea en mi mente. "¿Realmente la merezco?", pensé. Hice detripas corazón, subí cada uno de los peldaños que me separaban de la segundaplanta con más fuerza, y llamé a su puerta.

Unos tacones se oían al otro lado,corriendo con alegría e ímpetu hacia el recibidor. La puerta se abrió y al otrolado apareció ella. Clara. Sus ojos azul cielo que portaban una mirada cándida,sus finos labios revestidos de carmesí, su larga melena color castaño queondeaba al ritmo de la brisa veraniega que se colaba por una de las ventanas dela casa. Recordé, sin haberlo olvidado antes, por qué la amaba. La felicité yla besé suavemente. Su padre observaba la escena desde el fondo del pasillo;nunca había visto nuestra relación con buenos ojos. Años más tarde, aprendí quelos padres que recelan de sus yernos lo hacen sólo por el bien de sus hijas.Clara me acompañó al salón, donde ya se encontraban los demás invitados a lafiesta. Juampe me miró, intrigado, al no ver ningún gran paquete envuelto enpapel de regalo entre mis manos, como el que portaba Marina, quien ya habíaintentado lanzarme un par de miradas asesinas de las que me zafé. No pretendíadarle importancia a quien no la merecía, y hoy era el día de Clara.

Bromas, anécdotas, canciones, risas, unadeliciosa tarta y un sentimiento generalizado de felicidad se sucedieron en lafiesta. Tras el Cumpleaños Feliz derigor, que provocó su sonrojo, llegó el momento de la entrega de regalos.Marina, convencida de que su regalo sería el mejor, se abrió paso a codazos yse lo entregó. Un gran vestido rosa, corto, con detalles blancos. "A la moda, como yo", soltó, con unagran sonrisa. Clara le devolvió la sonrisa, creo que por compromiso, y se lanzóa abrir los demás regalos. Tal y como había predicho: más ropa, perfumes,bisutería varia y detalles con inscripciones del rango de amigas para siempre o quecumplas muchos más. Cuando llegó mi turno, todos se giraron hacia mí,esperando que de la nada sacase un gran envoltorio con el mejor de losobsequios. Me levanté de mi sitio, tomé a Clara de la mano y le dije:

-Quiero que vengas a la habitación, miregalo es… privado.

Todos comenzaron a mirarse, sonriendo.Creí oír algo parecido a "éste lo quequiere regalarle es un polvo", lo que, de no ser por los nervios a los queestaba sometido, me habría hecho gracia.

Una vez en su habitación, le entregué lacarta, temblando. No estaba seguro. Ella la abrió con la más enamorada de lassonrisas. Mientras leía, mantuve la mirada en la parte baja del folio. Comenzóa mancharse, mejor dicho, a mojarse. Lágrimas… dejó caer la hoja en la que se podíaleer el principio de la carta. "Clara,como tus ojos claros que no me dejan ver más allá. Tu amor es para mí másimportante de lo que jamás ha sido o será nada…"

-Es el mejor regalo que me han hecho enmi vida –dijo, sollozando de alegría-. Te amo.

Premio al que se lo lea entero mrgreen.gif

[Durante el copypaste, algunas palabras se han unido, siento las molestias]

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