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Cicatrices literarias.

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Desde hace una década, cuando empecé a leer con más o menos asiduidad, siempre recuerdo guardar anotaciones de todo lo que leía y me llamaba la atención. Intentaba guardar esos extractos de textos que sabía que, aunque el tiempo pasara, al releerlos en un futuro conseguirían volver a despertar algo en mí. 

A su vez, algo inherente al ser humano es tratar de compartir aquello que le hace feliz, ya que piensa que si a él le ha hecho feliz lo normal es que al resto también le haga feliz. Todos nos hemos pasado semanas intentando convencer a nuestro círculo de confianza de que vean esa película que nos ha gustado, que lean ese libro que nos ha emocionado o que se hagan fan de esa serie que nos ha enganchado. Por ello, abro este espacio con el objetivo de compartir pequeños o grandes textos que me hayan gustado o que hayan despertado algo en mí, me hayan hecho reflexionar, etc.

Espero que sea de vuestro agrado y  que entre todos podamos colaborar a darle vida a esto y compartir párrafos, pequeños textos o incluso capítulos completos que nos hayan gustado de alguna obra. Personalmente, me encanta intercambiar gustos literarios y leer pequeños textos seleccionados de obras aleatorias, así que todo lo que queráis compartir será bien recibido.

El nombre que le da título a este espacio, Cicatrices, es bastante random. Mientras escribía este texto, mi vista ha aterrizado en una que tengo grabada en mi cuerpo y he pensado que, en cierto modo, cuando guardamos un texto significa que nos llega de alguna manera, dejando en nosotros una marca semejante a la de una cicatriz, aunque no sea visible.
 

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EL CIEGO DE WALL STRETT

Todos los días, a media mañana, me gustaba ir a tomar café al mismo sitio de la calle William. A esa hora bullía siempre de trabajadores de Wall Street en mangas de camisa, con credenciales colgando del cuello, pidiendo a gritos desde el mostrador café, bagels y huevos revueltos, como si aún siguieran en el parqué de la Bolsa. Había que estar atento y rápido a la hora de hacer tu pedido. Como te trabaras un poco o pronunciaras algo mal, el chico del mostrador arqueaba las cejas con cara de adolescente nihilista y pasaba al siguiente cliente. No había tiempo que perder y, supongo, eso me divertía.

También me gustaba observar cómo el ejército de cocineros freía huevos y tiras de bacon chisporroteantes en una plancha enorme de cara al público y las pequeñas montañas separadas en las que iban atendiendo con perfecta sincronización y pasmosa diligencia los distintos tiempos de cada pedido. Pero, sobre todo, lo que más me gustaba era ver cómo limpiaban aquella plancha. Al contemplar ese rutinario proceso experimentaba una extraña satisfacción.

Una mañana templada de julio entró en un hombre ciego. Iba vestido de forma impecable, con una chaqueta y un jersey fino de cuello alto que le daba un aspecto esbelto. Llevaba una barba de pocos días, aunque  cuidada, con briznas canosas. En su mandíbula cuadrada lucía incrustada una media sonrisa permanente, como si estuviera posando para una foto y sin querer alguien le estuviera grabando un vídeo. Con sus discretas gafas de sol, se movía con un bastón prudentemente pero decidido entre todo aquel gentío. Parecía un gato cruzando la autopista. Mi cerebro procesaba preguntas a toda velocidad: ¿Iba al gimnasio? ¿Tenía algún asesor estilístico? ¿Cómo era posible que un ciego fuera vestido mejor que cualquiera de los que estábamos ahí?

Notaba también cómo las mujeres le miraban y luego veía el sentimiento de contradicción que las invadía al darse cuenta. ¿Estaban siendo unas frívolas por encontrar atractivo a un hombre ciego? ¿Mirarle sin que él te pueda ver no es algo así como un abuso de poder?

Al día siguiente el ciego volvió. Y al siguiente. Y al siguiente. Pedía siempre un bagel de ensalada de pollo y un café americano. Dejaba propina en un frasco que rezaba "Mo' money, les'problems". Se manejaba con seguridad. Cuando alguien intentaba ayudarle, no sin ciertos reparos, porque parecía no necesitarlo, él declinaba el ofrecimiento amablemente. Había mucha elegancia en ser el único en moverse despacio, exhibía la cualidad de domar el tiempo. Cada día estaba más radiante. Siempre tenía un guiño coqueto en su forma de vestir: un pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, el reloj por encima de la manga. Ninguna señal de agotamiento. Todo cuidado. Pero nada forzado. Con eso que los italianos llaman sprezzatura.

Lo más hipnótico de todo era observarle comiendo. Yo apartaba disimuladamente los ojos del New York Times -o del mucho menos distinguido New York Post- si nadie me estaba mirando y le observaba.

Se sentaba con la espalda muy recta, el bastón apoyado en cuarenta y cinco grados perfectos sobre una silla, y comía con delicadeza su bagel, partido en dos mitades. Masticaba lentamente. En completo silencio. Sin hacer nada. Sin consultar el móvil, sin leer el periódico, sin auriculares, sin hablar con nadie. Solo masticaba con parsimonia. Luego daba un pequeño sorbo a su café. Se limpiaba meticulosamente las comisuras de los labios con una servilleta de papel. Y vuelta a empezar.

¿Cómo se dice cuando un ciego parece que dirige la vista a un sitio concreto, pero sabes que no está mirando?

Apenas sin darme cuenta, poco a poco, cada día yo bajaba más arreglado. Recién duchado y afeitado. Peinado. Con alguna chaqueta. Colonia. Me esforzaba más en el gimnasio. Me quedaba nadando un cuarto de hora extra en la piscina. Subía de pesas. Empecé a salir a correr por las mañanas en ayunas por una zona tranquila pegada al río. Fui a que me cortaran el pelo en la peluquería Esquires of Wall St. Catorce dólares. Y antes de meterme en la estación de metro para ir a la universidad, me quedaba esperando al ciego dando tragos a mi café.

Un día dejó de ir. Tímidamente, pregunté a uno de los cocineros por él. Me enteré de que entre los cocineros le llamaban Don Draper. No había reparado en el evidente parecido. "No sé, simplemente dejó de venir", me respondió un cocinero con un pañuelo con la bandera de Puerto Rico en la cabeza, encogiéndose de hombros. Y luego se limpió las manos con el mandil y siguió con sus tareas en la plancha.

Me habría gustado hablar con aquel hombre ciego. Tal vez podría haber tratado de describirle cómo es una catedral, la de San Patricio, por ejemplo, como en ese cuento de Raymond Carver.

Al poco tiempo dejé de nadar ese cuarto de hora de más. Luego dejé de ir a la piscina.

Hay que elegir bien a quién miras. Curiosa lección, viniendo de un ciego.

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"¿Dónde vamos a bailar esta noche?" - Javier Aznar.

Gran iniciativa @Picho seré asiduo lector, porque me he nutrido de eso que nuestros círculos nos recomiendan y soy de los que recomiendan mucho lo que me hace bien a los que quiero bien. Aprovecho para dejar algo de un genio de nuestra literatura, ya fallecido, que dejó cicatrices por todos lados en unos y otros.


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Día tras día, se niega a los niños el derecho de ser niños. Los hechos, que se burlan de ese derecho, imparten sus enseñanzas en la vida cotidiana. El mundo trata a los niños ricos como si fueran dinero, para que se acostumbren a actuar como el dinero actúa. El mundo trata a los niños pobres como si fueran basura, para que se conviertan en basura. Y a los del medio, a los niños que no son ricos ni pobres, los tiene atados a la pata del televisor, para que desde muy temprano acepten, como destino, la vida prisionera. Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que consiguen ser niños.

Los de arriba, los de abajo y los del medio En el océano del desamparo, se alzan las islas del privilegio. Son lujosos campos de concentración, donde los poderosos sólo se encuentran con los poderosos y jamás pueden olvidar, ni por un ratito, que son poderosos. En algunas de las grandes ciudades latinoamericanas, los secuestros se han hecho costumbre, y los niños ricos crecen encerrados dentro de la burbuja del miedo. Habitan mansiones amuralladas, grandes casas o grupos de casas rodeadas de cercos electrificados y de guardias armados, y están día y noche vigilados por los guardaespaldas y por las cámaras de los circuitos cerrados de seguridad. Los niños ricos viajan, como el dinero, en autos blindados. No conocen, más que de vista, su ciudad. Descubren el subterráneo en París o en Nueva York, pero jamás lo usan en San Pablo o en la capital de México.

Ellos no viven en la ciudad donde viven. Tienen prohibido este vasto infierno que acecha su minúsculo cielo privado. Más allá de las fronteras, se extiende una región del terror donde la gente es mucha, fea, sucia y envidiosa. En plena era de la globalización, los niños ya no pertenecen a ningún lugar, pero los que menos lugar tienen son los que más cosas tienen: ellos crecen sin raíces, despojados de la identidad cultural, y sin más sentido social que la certeza de que la realidad es un peligro. Su patria está en las marcas de prestigio universal, que distinguen sus ropas y todo lo que usan, y su lenguaje es el lenguaje de los códigos electrónicos internacionales. En las ciudades más diversas, y en los más distantes lugares del mundo, los hijos del privilegio se parecen entre sí, en sus costumbres y en sus tendencias, como entre sí se parecen los shopping centers y los aeropuertos, que están fuera del tiempo y del espacio. Educados en la realidad virtual, se deseducan en la ignorancia de la realidad real, que sólo existe para ser temida o para ser comprada.

Fast food, fast cars, fast life: desde que nacen, los niños ricos son entrenados para el consumo y para la fugacidad, y transcurren la infancia comprobando que las máquinas son más dignas de confianza que las personas. Cuando llegue la hora del ritual de iniciación, les será ofrendada su primera coraza todo terreno, con tracción a cuatro ruedas. Durante los años de la espera, ellos se lanzan a toda velocidad a las autopistas cibernéticas y confirman su identidad devorando imágenes y mercancías, haciendo zapping y haciendo shopping. Los ciberniños navegan por el ciberespacio con la misma soltura con que los niños abandonados deambulan por las calles de las ciudades.

Mucho antes de que los niños ricos dejen de ser niños y descubran las drogas que aturden la soledad y enmascaran el miedo, ya los niños pobres están aspirando gasolina o pegamento. Mientras los niños ricos juegan a la guerra con balas de rayos láser, ya las balas de plomo amenazan a los niños de la calle.

En América latina, los niños y los adolescentes suman casi la mitad de la población total. La mitad de esa mitad vive en la miseria. Sobrevivientes: en América latina mueren cien niños, cada hora, por hambre o enfermedad curable, pero hay cada vez más niños pobres en las calles y en los campos de esta región que fabrica pobres y prohíbe la pobreza. Niños son, en su mayoría, los pobres; y pobres son, en su mayoría, los niños. Y entre todos los rehenes del sistema, ellos son los que peor la pasan. La sociedad los exprime, los vigila, los castiga, a veces los mata: casi nunca los escucha, jamás los comprende.

Esos niños, hijos de gente que trabaja salteado o que no tiene trabajo ni lugar en el mundo, están obligados, desde muy temprano, a vivir al servicio de cualquier actividad ganapán, deslomándose a cambio de la comida, o de poco más, todo a lo largo y a lo ancho del mapa del mundo. Después de aprender a caminar, aprenden cuáles son las recompensas que se otorgan a los pobres que se portan bien: ellos, y ellas, son la mano de obra gratuita de los talleres, las tiendas y las cantinas caseras, o son la mano de obra a precio de ganga de las industrias de exportación que fabrican ropa deportiva para las grandes empresas multinacionales. Trabajan en las faenas agrícolas o en los trajines urbanos, o trabajan en su casa, al servicio de quien allá mande. Son esclavitos o esclavitas de la economía familiar o del sector informal de la economía globalizada, donde ocupan el escalón más bajo de la población activa al servicio del mercado mundial:

En los basurales de la ciudad de México, Manila o Lagos, juntan vidrios, latas y papeles, y disputan los restos de comida con los buitres; se sumergen en el mar de Java, buscando perlas; persiguen diamantes en las minas del Congo; son topos en las galerías de las minas del Perú, imprescindibles por su corta estatura y cuando sus pulmones no dan más, van a parar a los cementerios clandestinos; cosechan café en Colombia y en Tanzania, y se envenenan con los pesticidas; se envenenan con los pesticidas en las plantaciones de algodón de Guatemala y en las bananeras de Honduras; en Malasia recogen la leche de los árboles del caucho, en jornadas de trabajo que se extienden de estrella a estrella; tienden vías de ferrocarril en Birmania; al norte de la India se derriten en los hornos de vidrio, y al sur en los hornos de ladrillos; en Bangladesh, desempeñan más de trescientas ocupaciones diferentes, con salarios que oscilan entre la nada y la casi nada por cada día de nunca acabar; corren carreras de camellos para los emires árabes y son jinetes pastores en las estancias del río de la Plata; en Port-au-Prince, Colombo, Jakarta o Recife sirven la mesa del amo, a cambio del derecho de comer lo que de la mesa cae; venden fruta en los mercados de Bogotá y venden chicles en los autobuses de San Pablo; limpian parabrisas en las esquinas de Lima, Quito o San Salvador; lustran zapatos en las calles de Caracas o Guanajuato; cosen ropa en Tailandia y cosen zapatos de fútbol en Vietnam; cosen pelotas de fútbol en Pakistán y pelotas de béisbol en Honduras y Haití; para pagar las deudas de sus padres, recogen té o tabaco en las plantaciones de Sri Lanka y cosechan jazmines, en Egipto, con destino a la perfumería francesa; alquilados por sus padres, tejen alfombras en Irán, Nepal y en la India, desde antes del amanecer hasta pasada la medianoche, y cuando alguien llega a rescatarlos, preguntan: «¿Es usted mi nuevo amo?»; vendidos a cien dólares por sus padres, se ofrecen en Sudán para labores sexuales o todo trabajo.

Por la fuerza reclutan niños los ejércitos, en algunos lugares de África, Medio Oriente y América Latina. En las guerras, los soldaditos trabajan matando, y sobre todo trabajan muriendo; ellos suman la mitad de las víctimas en las guerras africanas recientes. Con excepción de la guerra, que es cosa de machos según cuenta la tradición y enseña la realidad, en casi todas las demás tareas, los brazos de las niñas resultan tan útiles como los brazos de los niños. Pero el mercado laboral reproduce en las niñas la discriminación que normalmente practica contra las mujeres: ellas, las niñas, siempre ganan menos que lo poquísimo que ellos, los niños, ganan, cuando algo ganan.

La prostitución es el temprano destino de muchas niñas y, en menor medida, también de unos cuantos niños, en el mundo entero. Por asombroso que parezca, se calcula que hay por lo menos cien mil prostitutas infantiles en los Estados Unidos, según el informe de UNICEF de 1997. Pero es en los burdeles y en las calles del sur del mundo donde trabaja la inmensa mayoría de las víctimas infantiles del comercio sexual. Esta multimillonaria industria, vasta red de traficantes, intermediarios, agentes turísticos y proxenetas, se maneja con escandalosa impunidad. En América latina, no tiene nada de nuevo: la prostitución infantil existe desde que en 1536 se inauguró la primera casa de tolerancia, en Puerto Rico.

Actualmente, medio millón de niñas brasileñas trabajan vendiendo el cuerpo, en beneficio de los adultos que las explotan: tantas como en Tailandia, no tantas como en la India. En algunas playas del mar Caribe, la próspera industria del turismo sexual ofrece niñas vírgenes a quien pueda pagarlas. Cada año aumenta la cantidad de niñas arrojadas al mercado de consumo: según las estimaciones de los organismos internacionales, por lo menos un millón de niñas se incorporan, cada año, a la oferta mundial de cuerpos.

Son incontables los niños pobres que trabajan, en su casa o afuera, para su familia o para quien sea. En su mayoría, trabajan fuera de la ley y fuera de las estadísticas. ¿Y los demás niños pobres? De los demás, son muchos los que sobran. El mercado no los necesita, ni los necesitará jamás. No son rentables, jamás lo serán. Desde el punto de vista del orden establecido, ellos empiezan robando el aire que respiran y después roban todo lo que encuentran. Entre la cuna y la sepultura, el hambre o las balas suelen interrumpirles el viaje. El mismo sistema productivo que desprecia a los viejos, teme a los niños. La vejez es un fracaso, la infancia es un peligro.

Cada vez hay más y más niños marginados que nacen con tendencia al crimen, al decir de algunos especialistas. Ellos integran el sector más amenazante de los excedentes de población. El niño como peligro público, la conducta antisocial del menor en América, es el tema recurrente de los Congresos Panamericanos del Niño, desde hace ya unos cuantos años. Los niños que vienen del campo a la ciudad, y los niños pobres en general, son de conducta potencialmente antisocial, según nos advierten los Congresos desde 1963. Los gobiernos y algunos expertos en el tema comparten la obsesión por los niños enfermos de violencia, orientados al vicio y a la perdición. Cada niño contiene una posible corriente de El Niño, y es preciso prevenir la devastación que puede provocar. En el primer Congreso Policial Sudamericano, celebrado en Montevideo en 1979, la policía colombiana explicó que «el aumento cada día creciente de la población de menos de dieciocho años, induce a estimar una mayor población POTENCIALMENTE DELINCUENTE». (Mayúsculas en el documento original) En los países latinoamericanos, la hegemonía del mercado está rompiendo los lazos de solidaridad y haciendo trizas el tejido social comunitario.

¿Qué destino tienen los nadies, los dueños de nada, en países donde el derecho de propiedad se está convirtiendo en el único derecho? ¿Y los hijos de los nadies? A muchos, que son cada vez más muchos, el hambre los empuja al robo, a la mendicidad y a la prostitución; y la sociedad de consumo los insulta ofreciendo lo que niega. Y ellos se vengan lanzándose al asalto, bandas de desesperados unidos por la certeza de la muerte que espera: según UNICEF, en 1995 había ocho millones de niños abandonados, niños de la calle, en las grandes ciudades latinoamericanas; según la organización Human Rights Watch, en 1993 los escuadrones parapoliciales asesinaron a seis niños por día en Colombia y a cuatro por día en Brasil.

Entre una punta y la otra, el medio. Entre los niños que viven prisioneros de la opulencia y los que viven prisioneros del desamparo, están los niños que tienen bastante más que nada, pero mucho menos que todo. Cada vez son menos libres los niños de clase media. Que te dejen ser o que no te dejen ser: ésa es la cuestión, supo decir Chumy Chúmez, humorista español. A estos niños les confisca la libertad, día tras día, la sociedad que sacraliza el orden mientras genera el desorden. El miedo del medio: el piso cruje bajo los pies, ya no hay garantías, la estabilidad es inestable, se evaporan los empleos, se desvanece el dinero, llegar a fin de mes es una hazaña.

Bienvenida, la clase de unos de los barrios más miserables de Buenos Aires. La clase media sigue viviendo en estado de impostura, fingiendo que cumple las leyes y que cree en ellas, y simulando tener más de lo que tiene; pero nunca le ha resultado tan difícil cumplir con esta abnegada tradición. Está la clase media asfixiada por las deudas y paralizada por el pánico, y en el pánico cría a sus hijos. Pánico de vivir, pánico de caer: pánico de perder el trabajo, el auto, la casa, las cosas, pánico de no llegar a tener lo que se debe tener para llegar a ser. En el clamor colectivo por la seguridad pública, amenazada por los monstruos del delito que acecha, la clase media es la que más alto grita. Defiende el orden como si fuera su propietaria, aunque no es más que una inquilina agobiada por el precio del alquiler y la amenaza del desalojo.

Atrapados en las trampas del pánico, los niños de clase media están cada vez más condenados a la humillación del encierro perpetuo. En la ciudad del futuro, que ya está siendo ciudad del presente, los teleniños, vigilados por niñeras electrónicas, contemplarán la calle desde alguna ventana de sus telecasas: la calle prohibida por la violencia o por el pánico a la violencia, la calle donde ocurre el siempre peligroso, y a veces prodigioso, espectáculo de la vida.

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Eduardo GaleanoPatas arriba: la escuela del mundo al revés (1998)

Gran idea @Picho, me encanta. Gracias por crear este espacio y compartir al igual que Andy tu cicatriz. Espero poder pasarme pronto y compartir algo mío también.

 

  • 2 semanas más tarde...
  • Autor

Hoy todo son ordenadores y más ordenadores

y pronto todo el mundo tendrá uno,

los niños de tres años tendrán ordenadores

y todo el mundo conocerá todo

lo relacionado con los demás

mucho antes de que lleguen a conocerse

y por eso nadie querrá conocerse.

nadie querrá conocer a nadie

nunca jamás

y todos serán

unos solitarios

como lo soy yo hoy.

 

"Esta bandera no ondea con cariño" - Charles Bukowski (finales de los años ochenta).

No soy muy amante de la poesía, más bien al revés xD, pero a veces doy por pura casualidad con algún poema de esos que se le quedan en la cabeza incluso a alguien como yo.

Me pasó hace poco con la Elegía a Ramón Sijé de Miguel Hernández, y la comparto por si alguien no la conocía:

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se
me ha muerto como del rayo Ramón
Sijé con quien tanto quería).

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento.
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irán a cada lado
disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

(10 de enero de 1936)

 

Simplemente acojonante.

  • 5 semanas más tarde...
  • Autor

MI CANCIÓN DEL VERANO

Antes de perderte de vista ese verano, te vi en aquella fiesta en la que llevabas puesto un vestido azul eléctrico y yo, por mi parte, llevaba una palidez indecente para ser mediados de Junio y dos rusos blancos de más.

Que tú eras guapa de morirse y yo tonto perdido era un secreto a voces. Que el cruce de tus piernas morenas era un cambio de juego de Xabi Alonso, también.

Te fuiste pronto porque estabas cansada y, para mis adentros, pensé que para cansado yo, que por algo llevaba detrás de ti meses. Pero pronunciaste mi nombre, que tuvo el mismo efecto que arrojarme una tostadora en la bañera, y dijiste algo como "Nos vemos en Septiembre".

Y por ahí que te fuiste con viento fresco, ese viento fresco que te inflaba el vestido como una bandera ante la cual me habría cuadrado.

Te fuiste, pero te dejaste dentro de mi cabeza las luces encendidas, el gas abierto y el horno puesto. Y yo había perdido las llaves.

A la mañana siguiente cogí un tren. Tú te fuiste al norte y yo al sur. Tú a Boston y yo a California. Y aquí paz y después tormento.

 

 

Extracto -algún día debería compartir el texto completo- de un capítulo de "¿Dónde vamos a bailar esta noche?", de Javier Aznar.

  • 4 semanas más tarde...
  • Autor

Aprovecho para realizar un pequeño popurrí de textos que he ido recopilando en el último mes de lecturas. A ver si mañana lo completo para no hacer este post demasiado largo.

 

"Me daré paseos y cuando se empiece a poner oscura la cosa me daré tranquilamente media vuelta y regresaré a mi pequeño mundo en el que las cosas no son tan complicadas, donde hay que trabajar para ganar dinero, hay que comer para saciar el hambre y hay que abrigarse para combatir el frío, porque me encanta ser simplemente un animal que satisface sus necesidades".

"Reconocí que una ofensa se puede dar con independencia de la intención del que ofende, y que no es válido defenderse detrás del "no lo he hecho adrede", pero ella debía entender que yo tenía interiorizado que era de buena educación ceder el paso a las damas; es absurdo, cierto, pero como lo son la mayoría de las normas de "buena conducta" que nos enseñan: ¿por qué no se pueden poner los codos en la mesa mientras se está comiendo? ¿Qué utilidad hay en que te digan "Jesús" cuando estornudas? ¿Por qué España celebra que la Tierra ha dado una vuelta completa alrededor del Sol comiendo doce uvas en un minuto? Si nos planteáramos todo lo que hacemos racionalmente terminaríamos solo comiendo, descomiendo, descansando y procreando".

"La guerra es una situación muy extraña en la que gente que no se conoce se mata una a otra siguiendo órdenes de personas a las que tampoco conocen, para salvaguardar unos intereses que, en la mayoría de los casos, tampoco saben bien cuales son".

"Ríe cuando puedas, llora cuando lo necesites" - El Chojin.

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"No encontró con quien casarse. Siempre pensó que aparecería una Gilda temperamental con la que pasar aquellos inviernos y veranos, hasta que se dio cuenta de que la vida no era una película". -

"La vida a veces" - Carlos del Amor.

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"Hay personas que nos hacen reír aunque no se lo propongan, lo logran sobre todo porque nos dan contento con su presencia y así nos basta para soltar la risa con muy poco, sólo con verlas y estar en su compañía y oírlas, aunque no estén diciendo nada del otro mundo o incluso empalmen tonterías y guasas deliberadamente, que sin embargo nos caen todas en gracia".

"Los enamoramientos" - Javier Marias.

ADOLESCENCIAS ROBADAS

Estábamos reunidos en una plaza. Éramos compañeros del secundario y estábamos formando una agrupación estudiantil. Era casi de noche. El chico rubio me llamó tanto la atención que, de repente, me olvidé de lo que estábamos discutiendo, sin entender ni preguntarme por qué. Solo supe  –así, sin dudas– que nos haríamos amigos,  porque “amigo” era lo único que concebía que pudiera ser de otro chico. No entendía por qué tenía un deseo tan fuerte de comenzar una amistad con alguien a quien apenas conocía, pero lo cierto es que nos hicimos muy amigos.
Cuando nuestra amistad ya era tan importante que no entendíamos cómo haríamos para vivir sin ella, el chico rubio me convenció de lo que mis compañeras no habían podido: que me vistiera más moderno, que me cortara el pelo con más onda, que además de ir a reuniones del centro de estudiantes, fuera a boliches y fiestas, que  hiciera cosas prohibidas para menores de dieciocho antes de cumplirlos, que me divirtiera más. Y me vestí con la ropa que él me regalaba, me corté el pelo igual a él, salí a bailar con él, nos divertimos juntos.
Él se levantaba a todas las minitas. Yo lo acompañaba, lo esperaba, lo escuchaba cuando él me contaba; yo no me daba cuenta. Un día estábamos tirados en el balcón de su casa y me dijo que estaba tan caliente –éramos adolescentes, las hormonas enloquecidas– que cogería hasta  conmigo, y hoy recuerdo que pensé lo que en ese momento no registré que acababa de pensar. Sí, lo pensé. Fue un flash, un impulso, un escalofrío; después, la censura y el olvido, todo en una fracción de segundo. No le contesté. Cambiamos de tema y el tiempo pasó y él siguió cambiando de novias y a mí me eligieron secretario general de la juventud del partido y un día me di cuenta de que ya tenía veintitrés y el sexo me aburría.
El sexo me aburría.
Era  como  una  promesa  incumplida.  Yo  ejercía  mi  mandato,  más  por obligación que por ganas, imitando a los demás, pero no recibía a cambio los placeres que mi amigo me contaba luego de sus incursiones en el cuerpo femenino. Lo peor era el beso: no tenía gusto a nada. Era un trámite necesario para ponerla, una entrada que había que pagar para pasar al siguiente nivel, con cierta satisfacción física seguida de una incomprensible sensación de que algo no funcionaba. Se me terminó la adolescencia y no llegué a descubrir la combinación de la cerradura que abriera la puerta al paraíso que mi amigo juraba que existía y que yo, claro, fingía conocer.
Años después, una noche, por casualidad –o quizás no–, otro amigo heterosexual me llevó a conocer un boliche gay. Yo fui porque él insistió que era divertido, aunque no me cabía eso de ir a un lugar de putos. Pero volví, con excusas tan malas como las que aquella noche habían justificado mi interés por el rubio. Y poco después, un amigo de otro amigo, en el boliche de putos, no me creyó que yo nada que ver y me buscó varias veces un beso, hasta que la testosterona se cruzó con una burbuja de champán en un torrente sanguíneo acelerado y no aguanté más. ¿Por qué no se lo iba a dar si yo también me moría de ganas?
El descubrimiento fue instantáneo: eso era el beso.
Después, claro, el sexo; la cerradura se abrió. ¡No era aburrido! Ahí estaban los placeres de los que me hablaba mi amigo rubio. Eran tal cual. Y entonces ya no necesité darme cuenta; la censura se evaporó. Algo no había pasado en aquellos años de mi adolescencia y, cuando al fin estuvo todo claro, sentí que me la habían robado. De todas las cosas de la vida que nos prohibieron a los gays, la adolescencia es la más injusta.
Quiero que me la devuelvan. 
Quiero vivir cada experiencia en el momento justo, tener mi primer novio a la misma edad en que mis amigos tuvieron su primera novia, y que los primeros besos sean torpes, experimentales, llenos de sorpresas, y descubrir el sexo con inocencia y emborracharme sin tener todavía edad para hacerlo, y que me pongan amonestaciones que no sean por una causa justa, sino por una divertida, y hacer las cosas prohibidas para menores de dieciocho antes de cumplir los dieciocho. Quiero que el pibe rubio me vuelva a decir que está tan caliente que cogería conmigo y coger con él en su casa, esa tarde, en pleno verano, en plena adolescencia, con las hormonas enloquecidas.
Las experiencias perdidas son irrecuperables, porque nunca más estaremos ahí para saber cómo hubiesen sido. Cuando hablamos de educación sexual en la escuela, la que tanto asusta a los dinosaurios, la que yo no tuve, estamos hablando también de esas adolescencias no realizadas, de esos deseos censurados, de esas experiencias no vividas. Por el bien de los pibes que todavía están a tiempo de no perdérselas, de librarse del armario, de madurar sin fantasmas medievales que los persigan, necesitamos romper con las barreras que hacen de nuestra sociedad un lugar menos amigable para algunos.
A la película de Pablo Rago que nos pasaron los de Johnson & Johnson en primer año le faltaba una parte de la historia. Nos mintieron, porque nos contaron un mundo en el que nosotros no existíamos. Nos quitaron el derecho de vivir las mismas cosas que nuestros amigos vivían mientras nosotros nos las perdíamos porque solo venían en formato chico + chica y nadie nos había avisado que quizás podíamos ser –y no tenía nada de malo que fuéramos– diferentes.
–What’s a faggot?
–A faggot is a word used to make gay people feel bad.
–Am I a faggot?
–You might be gay but don’t let anyone ever call you a faggot... You don’t need to know right now.
(Diálogo entre Juan y el pequeño Chiron en la película Luz de luna)
No hay una primera vez para entrar al armario; nacemos dentro. Cuando todavía no lo sabemos –ni tendríamos cómo, porque la sexualidad aún no forma parte de nuestras preocupaciones y ni siquiera aprendimos las palabras que necesitaríamos para hablar de ella–, ya hay un armario invisible construido a nuestro alrededor. 
La presunción es el punto de partida. Se presume que ese bebé con genitales masculinos un día será un hombre; que aquel con genitales femeninos será una mujer; que ese futuro señor tendrá una señora, que esa futura señora lo será de algún señor. El armario de nuestra infancia viene con colores, juegos, juguetes, cuentos infantiles con príncipe y princesa, expectativas y planes de nuestros padres, amigos, maestros y algún tío o tía que en cada fiesta de cumpleaños nos pregunta si ya tenemos novia, porque es obvio que no existe otra posibilidad. La presunción se transforma en un destino que asumimos como meta, eso que vamos a ser cuando seamos grandes.
El bullying homofóbico empieza antes de que podamos entenderlo. “¿Qué es un marica?”, le pregunta Chiron a Juan en la película Luz de luna, y después: “¿Yo soy marica?”. Cuando escuchamos el primer insulto homofóbico, no sabíamos que éramos gays, ni qué era ser gay, pero comenzamos a intuir que, si fuéramos eso, la pasaríamos mal. Que a los demás no les gustaría, sobre todo a nuestra familia. Como escribe Osvaldo Bazán en su Historia de la homosexualidad en la Argentina:
El niño judío sufre la estupidez del mundo y vuelve a casa y en su casa sus padres judíos le dicen “estúpido es el mundo, no vos”. Y le hablan de por qué esta noche no es como todas las noches y le cuentan de aquella vez que hubieron de salir corriendo y el pan no levó. Le dan una lista de valores y tradiciones y le dicen: “Vos estás parado acá”. Y sabrá, el niño judío, que no está solo. El niño negro sufre la estupidez del mundo y vuelve a casa y en su casa sus padres negros le dicen “estúpido es el mundo, no vos”. Y le hablan de la cuna de la humanidad, de un barco, una guerra. Le dan una lista de valores y tradiciones y le dicen: “Vos estás parado acá”. Y sabrá que no está solo. El niño homosexual sufre la estupidez del mundo y ni se le ocurre hablar con sus padres. Supone que se van a enojar. Él no sabe por qué, pero se van a enojar.
El primer armario del que hay que salir –el único del que alcanza con salir una vez– es el interior. Pensar “soy gay” y que deje de dar miedo saber que es verdad. ¿Nunca te pasó, antes de saberlo, que veías a un tipo muy atractivo y tus ojos, sin pedirle permiso a tu cabeza, se movían para mirarlo? ¿No pensabas, entonces, “¡qué linda remera que tiene!”, cuando lo que realmente te había gustado era el tipo que la llevaba puesta? Si sos heterosexual, jamás te pasó: cuando veías a una chica que estaba buena, no solo no necesitabas engañarte, sino que podías decirlo en voz alta y gozar de la complicidad de los demás. Hay un montón de esfuerzos mentales que nunca tuviste que hacer para descubrirte, entender y, después, manejar esa información con los otros.
El armario interior, por increíble que parezca, resiste las evidencias más obvias. Un pibe que se masturba mirando pornografía gay pero no reconoce que le gustan los hombres, o que tiene sexo en el túnel de Amerika y después se convence de que fue el alcohol. Todavía me acuerdo de un diálogo muy gracioso con un flaco al que conocí hace muchos años:
–No te confundas, yo soy hétero –me dijo.
–Todo bien, pero eso que estabas chupando recién se llama “pija” –le respondí, aunque yo entendía lo que le pasaba, porque ya había sido él.
Después de salir del armario interior, llega el momento de entender que eso que somos no tiene nada de malo –si en tu casa y en tu escuela no te enseñaron lo contrario, va a ser mucho más fácil–, que ser gay es tan normal y natural como ser hétero y que está todo bien. Transformar la vergüenza en orgullo es algo que no todos consiguen, pero es imprescindible para llevar una vida sana y feliz, defenderse de la estupidez ajena, mantener la autoestima en su lugar y no resignarse a ser tratado como ciudadano de segunda.
Cuando, al final, estamos afuera y lo tenemos claro, debemos decidir cuándo, cómo y a quiénes contarles, y responder a todas esas preguntas increíbles que nos hacen (“cuando estás con un tipo, ¿quién hace de mujer?”, “¿es verdad que los gays quieren ser mujeres?”). Por momentos, precisamos asumir un papel pedagógico, desarmando los mitos y explicando que no somos extraterrestres. Y, para eso, precisamos saberlo nosotros mismos.
Pero, después, parece que el armario no termina nunca. La presunción de heterosexualidad es el truco que le permite reaparecer, como las velitas de la torta de cumpleaños que se prenden de nuevo después de que las soplamos. Podemos haber hecho nuestro coming out con todo el mundo, pero basta mudarse de barrio, empezar un curso de idiomas o cambiar de trabajo para que, sin haber hecho o dicho nada, todos presupongan, de nuevo, que somos héteros. Y no es un detalle; es más estresante de lo que parece. Quizás por eso, algunos gays desarrollan una personalidad exageradamente masculina que los preserva de las sospechas de los demás, como la versión adulta de Chiron en Luz de luna. 
Yo sé que, a algunos espectadores, ese personaje les puede haber parecido inverosímil; a mí no. Me pareció brillante. Recuerdo una noche en Brooklyn en la que decidí ir a un boliche gay que encontré en Google Maps, sin muchas referencias. Cuando llegué, la mujer que recibía a los clientes en la puerta me pregunta: “Are you sure you know where you are?”, y la verdad es que no sabía, pero respondí que sí. Al entrar, percibí que era el único blanco en el boliche. Los clientes se parecían bastante a Black, el Chiron adulto de la película, vestían y se comportaban como él. Era un boliche gay, solo había hombres; pero, en toda la noche, no vi un solo beso. Parecía que todos estuviesen fingiendo, aunque todos sabían que todos sabían. El armario es poderoso.
También hay otros que, por el contrario, son tan afeminados que no precisan explicarle nada a nadie –aunque tampoco digo que siempre sea por eso–, y así ahorran tiempo y energía. En un episodio de la mítica serie gay Queer as folk, Ted le dice a Emmett que le cuesta salir del armario una y otra vez, y su amigo le responde que nunca tuvo ese problema, porque la gente lo ve llegar y sabe. Otro personaje, Michael, no consigue decírselo a una compañera de trabajo que está enamorada de él, y eso lo mete en mil problemas.
Para los que no son como Emmett y, por alguna razón, al menos en parte de su vida social –tal vez en la familia o en la oficina–, prefieren no decirlo, el esfuerzo es mucho mayor de lo que cualquier heterosexual pueda imaginarse. Pensá en la cantidad de veces por día que necesitarías mentir  o  cuidar  tus  palabras  en  todo  tipo  de  conversaciones  cotidianas para  que  nadie  descubra  si  te  gustan  los  hombres  o  las  mujeres.  “¿Qué hiciste el fin de semana?”, “¿Sos casado?”, “Mirá qué buena que está”. ¿Cuántas  de  las  cosas  que  hacés  o  decís  normalmente  todos  los  días deberías evitar?
La periodista Fernanda Mel escribió una vez que si una pareja hétero va al supermercado y ella le dice a él: “No te olvides de agarrar café, mi amor”, nadie va a prestar atención, pero si son dos mujeres, la misma frase suena como agarrar un megáfono, subirse a un banquito y gritar: “¡Somos lesbianas!”. 
El armario funciona como muralla entre lo público y lo privado. Cualquier pareja hétero va de la mano en la calle, en cualquier parte del mundo, a cualquier hora, pero ese gesto simple, para una pareja gay, puede ser peligroso. De noche en la avenida Paulista, en San Pablo, un evangélico fanático te puede romper la cabeza de un palazo. En Irán o Arabia Saudita, te pueden condenar a muerte. En Rusia podés ir preso. En otros lugares ya no existen esos peligros, pero el simple hecho de agarrar a tu novio de la mano significa provocar miradas, risas, comentarios, o al menos tenés que estar preparado para ello. Para una pareja hétero, no significa nada más que un gesto de cariño, invisible para los demás.
Darle un beso a tu novio en un restaurante o en el cine puede provocar una discusión con otro cliente o con algún empleado homofóbico, e inclusive pueden echarte. No va a faltar el que diga: “¿No ven que hay niños acá?”, como si nosotros, de niños, no hubiésemos visto a miles de parejas de hombre y mujer dándose un beso en la calle, en la tele, en el cine y hasta en los cuentos infantiles, sin que eso nos transformara mágicamente en heterosexuales; como si la orientación sexual se aprendiera por imitación. Y están los que dicen: “No me molesta que sean gays, pero no precisan exhibirse. Que hagan lo que quieran entre cuatro paredes”. Las cuatro paredes de los heterosexuales son el mundo entero.
A pesar de todo lo que ha cambiado en los últimos tiempos, el armario sigue siendo el refugio de muchos. Inclusive de aquellos que están en una posición privilegiada. Conozco a políticos, artistas y periodistas que son gays o lesbianas y prefieren no decirlo porque, aunque ello no amenace su seguridad ni su empleo, la homosexualidad aún es, en mayor o menor medida, un estigma. Y a algunos les cuesta más que a otros.
Por eso, así como nacemos en el armario, hay quienes mueren dentro. La película israelí Yossi and Jagger, de Eytan Fox, lo cuenta con una metáfora extraordinaria. Sus protagonistas son dos soldados del ejército de Israel, apostados en la línea de frontera con el Líbano, que viven su amor a escondidas, cuidándose al mismo tiempo de los ojos y oídos de sus compañeros y de las balas del enemigo. Jagger muere en combate, y Yossi, que además de ser su novio era su comandante, debe comunicárselo a la familia. Junto a la madre del soldado está presente una joven que estaba enamorada de él. Ella creía que él sentía lo mismo pero no se animaba a decirlo. La mamá de Jagger dice que hay muchas cosas de la vida de su hijo que nunca llegará a conocer, y le pregunta a la chica cuál era su canción favorita. Ella no lo sabe, y Yossi, que hasta ese momento había estado callado, responde: “Come, de Rita, es la canción que más le gustaba”.
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Bruno Bimbi; El Fin del Armario (2017)

  • Autor

Qué bueno @Lurra. Gracias por compartirlo. A propósito, este mes se estrena en España la película Call me by your name, que trata temas similares a los del texto y que está siendo muy bien acogida por la crítica internacional. Tengo muchas ganas de verla.

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Dejo tres extractos más que he ido recopilando últimamente de mis lecturas.

"Imagínate que vivieras en un mundo en el que no hay espejos. Soñarías con tu rostro y te lo imaginarías como reflejo exterior de lo que hay dentro de ti. Y después, cuando tuvieras cuarenta años, alguien te pondría por primera vez en la vida un espejo delante. ¡Imagínate el susto! Verías un rostro completamente extraño. Y sabrías con claridad lo que no eres capaz de comprender: tu rostro no eres tú".

La inmortalidad - Milan Kundera.

 

"Sobre todo, nos angustia no ser tan felices como lo felices que deberíamos ser. Somos una generación moldeada por Facebook, Instagram y las películas. Que se cree realmente que el resto de la gente es tan feliz como muestra en sus fotos. Que los otros, esa especie de tribu rival a la que espías desde tu isla solitaria con un catalejo, se quieren tanto como se esfuerzan en demostrar a base de emoticonos, fotos y declaraciones de amor eternas. Y no solo eso: creemos que hemos de aspirar a esa felicidad. Que merecemos esa felicidad realmente inalcanzable. Y no existe. Porque todos nos hemos vuelto publicistas de nuestras vidas. Nos vendemos a los demás del mismo modo que un creativo publicitario argentino te vende un BMW, la colonia Armani a la que teóricamente huele ese actor guapo o las Nike que ya usabas hace doce años.

Ahora todo el mundo vive en Melrose Place. O en Pleasantville. La cuestión es que no nos hemos dado cuenta todavía de esto. O no lo tenemos del todo interiorizado".

¿Dónde vamos a bailar esta noche? - Javier Aznar.
 

 

"Siempre he pensado que, cuando uno va a una fiesta en la que no conoce a nadie, lo mejor que puede hacer es entrar mostrando esa seguridad del que se pasea en bata por el salón de su propia casa. Ya sea una fiesta en la embajada británica, en una barbacoa o en una orgía tipo Eyes Wide Shut. Pero que no se note que es tu primera vez. Nada de mirarlo todo embobado como un adolescente ante su primer desnudo. Como solía decir una amiga sobre las primeras impresiones: antes parecer puta que paleta".

¿Dónde vamos a bailar esta noche? - Javier Aznar.
 

  • 3 meses más tarde...
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"Mas quien es odiado por el pueblo como el lobo por los perros es el espíritu libre y soberano, enemigo de todas las alturas y de todo adorar, que vive en el bosque.

Echarlo de su guarida ha sido en todo tiempo para el pueblo "hacer el bien"; contra él azuza todavía sus perros más feroces".

Así hablo Zaratustra - Friedrich Nietzsche.

 

"Siempre queremos ser distintos de lo que somos. Otra cosa. Cambiar. Mejorar. Crecer. En las entrevistas de trabajo o en los perfiles de redes sociales nos vendemos como algo que nunca fuimos. Una proyección de nuestras aspiraciones".

¿Dónde vamos a bailar esta noche? - Javier Aznar.

 

"Alguien divertido con quien andar del restaurante a tomar copas o de vuelta a casa. Alguien agradable con el que hacer un trayecto en coche por las mañanas. Alguien con quien ir de compras al supermercado no sea un suplicio. Alguien con quien la cola del cine se haga corta. Alguien con quien sea llevadero esperar en el dentista.

Solo eso. Tan solo eso. Simplemente eso.

Porque la vida, al fin y al cabo, no es más que eso: un paseo. Al menos que sea divertido, ¿no?"

¿Dónde vamos a bailar esta noche? - Javier Aznar.

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