Capítulo 2: “Akureyri no perdona, pero abraza” Akureyri me recibió con una ráfaga de viento helado y un silencio tan denso que hubiera podido cortarse. Al bajar del avión supe que estaba en el confín del mundo: sin embargo, llevaba conmigo una mochila llena de guantes raídos, ilusión y un contrato que apenas cubría el alquiler de una habitación compartida. Aquí, las horas de luz oscilan sin avisar, y el día puede nacer y morir en un parpadeo. Mis primeras semanas fueron un torbellino de incomprensiones. El idioma sonaba a canciones ininteligibles y las calles nevadas no ofrecían más compañía que el crujir de mis pasos. Compartía piso con un fisioterapeuta islandés y una bibliotecaria jubilada que jamás escuché que me dijera una palabra más allá de un «halló». Cenábamos en silencio sopa de pescado, y, aun sin hablarnos, sentía que ese mutismo era la forma más sincera de acogida. El fútbol, en Akureyri, no paga el alquiler. Así que tres mañanas a la semana me calzo las botas de operario y me pongo a descargar camiones en una empresa de distribución local. Entre cajas y palés, he visto el otro Akureyri: el de los rostros curtidos, los saludos breves y la curiosidad fingida al saber que “ese español” juega para el equipo de la ciudad. La barrera del idioma ha sido mi entrenamiento más duro. Aprendí “entrenamiento”, “marca”, “presión” y unos cuantos tacos islandeses con mímica y paciencia. El vestuario se parte de risa cuando trato de pronunciar “Eyjafjörður”, pero pronto se acostumbraron a mis apuntes garabateados en servilletas. Kristófer, el niño prodigio, me traduce cada matiz que me pierdo, y el fisio corrige mi entonación mientras aplica hielo a una rodilla dolorida. Por las noches, subo al promontorio junto al Þórsvöllur, contemplo el fiordo helado y pienso que nunca había sentido tanta soledad… y, al mismo tiempo, tanta pertenencia. Aquí, lejos de todo lo que conocía, estoy empezando a encontrar quién soy. —Escuchad, chicos. La Deildabikar arranca en doce días. No sé para vosotros lo que significa esa copa, pero os diré lo que significa para mí: una oportunidad. Una antes de que empiece lo serio. Un escaparate. Un campo de pruebas donde podemos equivocarnos… o empezar a demostrar quiénes somos de verdad. Vamos a jugar cinco partidos en la fase de grupos. Escuchad bien los nombres: Rivales fase de grupos Víkingur Reykjavík. Uno de los grandes. Profesionales. Rápidos, técnicos, peligrosos. HK. Duros como el cemento. No juegan bonito, pero saben hacerte sufrir. Stjarnan. Fútbol combinativo, toques cortos, diagonales venenosas. ÍA Akranes. Historia pura. Experiencia. Orgullo herido. Þróttur. Viejos conocidos. Mismo barro, mismos sueños. Partido trampa. Nadie espera que pasemos de grupo. Nadie apuesta por nosotros. Y eso me encanta. Porque eso significa que tenemos todo por ganar. Y nada que perder. No tengo magia. Tengo organización. Tengo convicción. Y tengo a vosotros, que habéis entrenado esta semana como si ya fuera marzo. Y a los que no salgan de inicio en el primer partido… demostradme que me equivoco. Once tíos en el campo no ganan partidos. Lo gana el grupo. Así que abrigaos bien. Mañana entrenamos a las 7 con luz artificial. Y cuidado con el hielo en el aparcamiento. Que la liga no la podemos ganar desde la enfermería ¿Lo tenéis claro? Los murmullos empiezan. Alguien golpea una taquilla con el puño. Kristófer sonríe. Y desde el fondo, alguien grita: “¡Comando Artico, carajo!” Sonrío por primera vez en la semana. Empieza a parecer un equipo. Empieza la historia.