CAPÍTULO 3:LA VÍSPERA DEL ACTO DE FEEl atardecer de agosto teñía el cielo de Madrid con un rojo profético, como si el firmamento mismo anunciara un juicio inminente. En la ciudad deportiva de Valdebebas, el último entrenamiento antes del primer partido de Liga contra el CD Leganés se desarrollaba bajo una atmósfera cargada de electricidad mística. Tomás de Torquemada, con su chándal blanco ahora salpicado de tierra sagrada del campo de entrenamiento, dirigía la sesión con la severidad de un sermón dominical. Los jugadores, exhaustos pero imbuídos de una energía sobrenatural, repetían jugadas que parecían creadas por ángeles: pases precisos de Martin Baturina, regates endiablados de Vinícius, y centros milimétricos de Rodrigo Mora, el mediapunta portugués cuya visión de juego evocaba profecías cumplidas. Pero entre las sombras alargadas de los focos, el misterio se filtraba como humo de incienso. Durante una pausa, Torquemada reunió al equipo en un círculo bajo el centro del campo. “Hermanos de Cristo”, entonó con voz que resonaba como un eco dentro de una iglesia, “mañana no jugamos por puntos, sino por almas. El Leganés, equipo con infieles y herejes modernos, será nuestro primer auto de fe fuera de nuestro feudo. Recordad: solo la fe pura nos elevará a la gloria eterna”. Sus ojos escrutaban cada rostro, deteniéndose en Rodrygo, cuyo sudor parecía ocultar un secreto más profundo. Luka Modrić asentía devotamente, mientras Antonio Silva y Ronny Bardghji se persignaban, pero un murmullo de inquietud se extendía entre los más jóvenes que habían sido llamados del Real Madrid Castilla para completar el entrenamiento. Fue entonces cuando el canterano infiel se reveló. Se llamaba Marvel, un prometedor central de la cantera. Durante el entrenamiento, Torquemada lo había observado: sus pases vacilantes, su mirada evasiva al cruzarse en un corte, como si temiera pisar suelo consagrado. En la charla, mientras Torquemada hablaba de la Cruzada contra el pecado, Marvel se apartó sutilmente, toqueteando un colgante oculto bajo su camiseta –no una cruz, sino un símbolo islámico, heredado de su abuela marroquí. “Tú, muchacho”, rugió Torquemada, señalándolo con un dedo que parecía extenderse como una sombra viviente. “Profesión de fe, o revela tu herejía”. Marvel palideció, balbuceando: “Yo… no creo en nada de esto. Mi familia es… diferente”. El aire se espesó; una ráfaga de viento helado azotó el campo, apagando las luces por un instante. Cuando volvieron, Marvel yacía en el suelo, convulsionando como poseído, sus ojos en blanco murmurando en árabe antiguo. Los jugadores retrocedieron horrorizados. Torquemada, sin temblarle ni un solo pelo, colocó el relicario sobre su pecho –el mismo que vibraba con runas latinas en el hipogeo del Santiago Bernabéu–. Un fulgor azul emanó, y Marvel se calmó, pero su mirada ahora era vacía. “Lleváoslo”, ordenó el inquisidor. “Mañana, si no se redime, será transferido… o algo peor”. Nadie preguntó qué significaba “peor”; las sombras del campo parecían susurrar respuestas prohibidas. Mientras el equipo se dispersaba, Florentino Pérez apareció en las gradas, su silueta recortada contra los focos como un patriarca bíblico. El presidente del Real Madrid, siempre impecable en su traje a medida, observaba con una sonrisa enigmática que no llegaba a sus ojos –ojos que, en ese momento, parecieron brillar con un resplandor interno, como si contuvieran estrellas antiguas. Torquemada se acercó, sintiendo una presencia abrumadora, casi divina. “Maestro Pérez”, saludó con reverencia, “las purgas avanzan. Mañana, la victoria será nuestra”. Florentino colocó una mano en su hombro, un gesto que transmitió un calor sobrenatural, como si tocara el fuego del Espíritu Santo. “Tomás, has hecho bien”, respondió con voz suave pero resonante, como un eco de montes sagrados. “Pero recuerda: no todo es hoguera y espada. Hay misterios mayores en juego”. Sus palabras colgaban en el aire, cargadas de un secreto que Torquemada no podía descifrar. ¿Por qué Pérez parecía saber de antemano cada venta, cada fichaje? ¿Y esa aura que lo rodeaba, invisible pero palpable, como si no fuera un mero mortal, sino un enviado celestial disfrazado de magnate? El inquisidor inclinó la cabeza, pero una duda se instaló en su alma: ¿era Pérez un aliado… o el verdadero arquitecto de su resurrección? Aquella noche, en el hipogeo del Santiago Bernabéu, Torquemada abrió el relicario una vez más. El antiguo mapa de Madrid se iluminó con nuevos trazos: líneas que conectaban a Marvel con una red oculta de “infieles” en la cantera, y un punto central en la oficina de Pérez. La nota en sangre ahora decía: “El Hijo vela, pero la traición acecha. Purifica antes del alba”. Un crujido en la oscuridad lo hizo girar: una figura encapuchada, cerca de él, susurraba en latín antiguo. ¿Era un fantasma de la Inquisición, o un mensajero de Pérez?. Mañana, en Leganés no solo se vería fútbol; se presenciaría un ritual donde fe y fútbol se fundían en un enigma eterno. ¿Ganaría el Real Madrid… o se desataría el apocalipsis?