Capítulo 3: El ojo que ve desde abajo30 de noviembre de 2025 – 02:14 h Estadio 30 de Junio, El Cairo La noche envolvía El Cairo como una mortaja negra, el viento del desierto susurrando secretos antiguos entre los bloques de hormigón. Hassan Safar no dormía desde hacía noches; el insomnio lo devoraba como un escarabajo en la carne. Su dedo índice derecho ya no era un dedo: era un ojo azul que parpadeaba cuando él cerraba los suyos, un pulso frío que le recordaba que algo lo observaba desde dentro. Treinta y un días de victorias, de goles que resonaban como maldiciones, de títulos que pesaban como cadenas. Treinta y una noches en que el césped le susurraba en la lengua de los muertos, palabras que se enredaban en su mente como raíces bajo la tierra. Esta vez no susurró. Rugió, un gruñido gutural que vibró en el suelo y subió por sus piernas como un veneno helado. Condujo solo hasta el estadio, las luces de los faros cortando la oscuridad como cuchillos. El guardia, Metwalli, apenas levantó la vista, su rostro arrugado como papiro viejo bajo la linterna temblorosa. - ¿Otra vez, entrenador? - Otra vez, tío. Nadie preguntaba ya. El silencio entre ellos era espeso, cargado de lo no dicho. Bajó al túnel, el eco de sus pasos amplificado, como si el estadio respirara con él. El aire olía a ozono y a incienso quemado hace cuatro mil años, un hedor dulzón que se pegaba a la garganta. Llegó al centro del campo, la hierba crujiendo bajo sus botas como huesos secos. El escudo del Pyramids palpitaba como un corazón recién arrancado, un brillo tenue que latía en la oscuridad, atrayéndolo como una trampa. Y entonces la tierra se abrió. Una grieta partió el círculo central con un crujido sordo, como si el mundo se resquebrajara. No era una grieta cualquiera: tenía la forma exacta de la pirámide invertida de Keops, la que nunca se encontró, la que los sacerdotes de Heliópolis borraron de los papiros por miedo. De la grieta brotó arena roja, caliente, viva, serpenteando por el césped como sangre de una herida antigua. Formó un círculo perfecto y, en su centro, un ojo. El mismo ojo que llevaba en la mano, que ahora ardía en su piel como un hierro al rojo. Bum… bum… bum… Cinco segundos entre latido y latido. El ciclo se había acortado otra vez, y cada pulso hacía que el corazón de Hassan acelerara, un tambor de pánico en su pecho. Del fondo del túnel llegó un rumor de cadenas arrastradas por piedra, un sonido que erizaba la piel, como uñas rascando una tumba. No eran pasos. Eran los pasos de los ushabti, los servidores de ultratumba, despertando antes de hora, sus figuras de arcilla cobrando vida en las sombras. Hassan retrocedió, el sudor frío resbalando por su espalda. La grieta se ensanchó con un gemido de la tierra, como si algo inmenso empujara desde abajo. Emergió una mano de basalto negro, con jeroglíficos que brillaban en azul cobalto, iluminando la noche con un resplandor espectral. Después un torso, pesado, imponente. Un rostro sin ojos, solo dos órbitas que reflejaban la constelación de Orión, estrellas frías que lo miraban fijamente. Llevaba la corona doble, Pschent, pero partida por la mitad: la blanca de Alto Egipto y la roja de Bajo Egipto, unidas por una grieta idéntica a la del césped, como si el tiempo mismo se hubiera roto. En el pecho, bordado con hilo de oro ya desvaído, el escudo del Pyramids FC. Pero no era un escudo moderno. Era el cartucho real de Userkaf-El-Cielo-Azul, primer faraón de la V dinastía, el que mandó construir la pirámide que nunca se halló… porque no estaba destinada a él. La figura se irguió lentamente, cuatro metros de piedra viva que crujía con cada movimiento, el aire a su alrededor cargado de electricidad estática. Y habló con la voz de los nueve dioses del Enéada, un eco que reverberaba en el cráneo de Hassan, haciendo que sus dientes castañetearan. - El cielo azul no es un lema, entrenador. Es un nombre. El nombre que Userkaf le dio al guardián que encerró bajo esta arena. Un dios que no era de los nuestros. Un dios que venía del vacío entre las estrellas. Lo llamaron Nun-Azul, el que duerme en el caos. Pero escúchame bien: antes de Userkaf, hubo otro. El primer traidor. Set, el de la arena roja, el que mató a su hermano Osiris y lo despedazó en catorce trozos. Los sacerdotes de Heliópolis encontraron el decimoquinto trozo. El que Set intentó ocultar en el desierto. El corazón de Osiris. Aún latía. Y latía con un color que nunca habían visto: azul. Azul como el cielo que Osiris había prometido a Egipto. Userkaf lo selló en esta pirámide inversa. Le dio un nombre: Nun-Azul. Y le prometió: cada vez que Egipto gane algo grande, le darán un trozo de su alma. Cada título es un ladrillo que se quita de su prisión. Cada gol, un latido que lo acerca a la vida. Hassan sintió que el ojo de su mano se abría más, un dolor punzante que le nublaba la vista. Veía a través de él, visiones que se clavaban en su mente como dagas. Veía la cámara subterránea: un cubo perfecto de 44 metros de lado, idéntico a la base de la pirámide perdida, las paredes rezumando humedad eterna. En el centro, un sarcófago de obsidiana, negro como la noche sin estrellas. Dentro, una sombra que se retorcía, un latido que hacía eco en su propio pecho. Y en la tapa, grabado con fuego estelar: El corazón de Osiris vuelve, el último faraón será su cuerpo - ¿Por qué yo? —preguntó Hassan con la voz rota, el aliento saliendo en nubes blancas en el aire helado. La figura extendió la mano de basalto con un crujido ominoso. En su palma apareció una visión que se materializó en el aire: Hassan, coronado con la corona azul de guerra, sentado en un trono de arena roja que se hundía lentamente en el desierto, bajo un cielo que ya no era cielo, sino un océano de estrellas devoradoras que caían como meteoros. Alrededor, El Cairo en ruinas, torres derrumbadas como obeliscos caídos. Y en el horizonte, la pirámide invertida emergiendo del Nilo como una daga oxidada, el río teñido de rojo. En su mano derecha, el ojo azul latía… y en su pecho, un hueco perfecto para un corazón que no era suyo, un vacío que lo succionaba hacia dentro. - Porque tú eres el decimoquinto trozo, Hassan Safar. El que Set perdió. El que Osiris esperaba. El último faraón que será su cuerpo… o su tumba. Faltan 397 días. La Supercopa fue el primer ladrillo. La liga será el segundo. La Champions… la Champions será la puerta. Y cuando Nun-Azul despierte, Set reirá en el desierto… y Osiris regresará en tu piel. Hassan dio un paso atrás, el suelo temblando bajo sus pies como si el estadio entero estuviera a punto de colapsar. El ojo de su mano parpadeó, y vio su propio futuro con una claridad aterradora: él mismo, momificado en vida, con la corona azul, dentro del sarcófago, la piel reseca como pergamino, los ojos abiertos pero ciegos. Y encima, grabado en la tapa: Hassan Safar, último faraón del cielo azul Año 1 de la dinastía renacida. El corazón de Osiris late de nuevo. La figura se desmoronó en arena roja con un susurro final, como un viento que se lleva las almas. La grieta se cerró con un chasquido seco, dejando solo un silencio opresivo. Solo quedó una losa de obsidiana clavada en el césped, con una inscripción que brilló una vez, como un relámpago lejano, y se apagó. 31 de diciembre de 2027. El cielo azul bajará. El corazón subirá. Y el faraón será el decimoquinto trozo. O el desierto se lo tragará todo. Hassan se quedó allí hasta el amanecer, el cuerpo entumecido por el frío, el ojo en su mano latiendo al ritmo de su pulso acelerado. Cuando el sol salió, pálido y distante, el césped estaba perfecto, como si nada hubiera pasado. La losa había desaparecido. Pero en su mano, el ojo azul ya no parpadeaba. Miraba. Y en algún lugar, bajo el estadio, el corazón de Osiris latió una vez más… con el nombre de Hassan Safar grabado en cada latido, un eco que prometía ruina. Imágenes creadas por IA.
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