Capítulo 4Susurros del RelicarioSeptiembre se desplegaba en Madrid como un velo de enigmas entretejidos, con el Real Madrid encaramado en la cima de la Liga gracias a las victorias aplastantes de agosto –un 3-0 al Leganés, un 6-0 al Betis y un 4-0 al Alavés–, frutos de una plantilla purificada bajo el mando de Tomás de Torquemada. Los fichajes divinos –Antonio Silva, Rodrigo Mora, Ronny Bardghji, Martin Baturina, Kaiky Fernandes y Cristhian Mosquera– habían reforzado las filas con devotos inquebrantables, mientras las salidas implacables de Alaba al Liverpool, Rüdiger al Bayern, Mendy y Vázquez al PSG, Asensio al Estoril, y las cesiones de Brahim Díaz al Leverkusen, Arda Güler al Augsburgo, Vallejo al Mónaco y Pablo Ramón al Leganés, habían erradicado las sombras de herejía. Pero más allá de los triunfos y las ventas, el verdadero pulso de la cruzada latía en los misterios que se enredaban como raíces antiguas bajo el Bernabéu. Torquemada, en las profundidades de su despacho en Valdebebas, sostenía el relicario de plata, cuya cruz grabada con “Fides et Ignis” vibraba con un pulso irregular, como un corazón latiendo en la oscuridad. Las runas latinas se iluminaban intermitentemente, proyectando sombras danzantes en las paredes, y el mapa oculto dentro trazaba conexiones invisibles: líneas que unían las salidas de los infieles con iglesias olvidadas de Madrid, y un punto central, pulsante, en la oficina de Florentino Pérez. “¿Qué secreto guardas, presidente?”, murmuraba el inquisidor, con sus ojos ardientes fijos en la nada. Las ventas habían sido demasiado oportunas, las cesiones demasiado precisas, como si una voluntad superior las hubiera dictado. Y Florentino… ah, Florentino. Su presencia era un enigma envuelto en carisma mundano: una sonrisa que calmaba tormentas, una mirada que penetraba almas, un toque que transmitía un calor etéreo, casi divino. Aquella noche, bajo un cielo estrellado que parecía observar con malicia, Torquemada descendió al hipogeo del Bernabéu, un laberinto de túneles que olían a tierra húmeda y a incienso quemado siglos atrás. El relicario lo guiaba, su fulgor azul guiando sus pasos como una estrella polar. Allí, entre muros grabados con símbolos inquisitoriales, encontró la figura encapuchada por fin: no un fantasma etéreo, sino una silueta corpórea que se materializó de las sombras. “Maestro”, susurró la voz, ronca y reverente, “la purga avanza, pero el Hijo vela en silencio”. Torquemada alzó el relicario, iluminando el rostro bajo la capucha: era un antiguo monje, o eso parecía, con ojos que reflejaban hogueras pasadas. “Habla”, exigió el inquisidor. “Florentino no es hombre común. Su resurrección –la tuya– fue orquestada por él. Es el Enviado, el Hijo de Dios encarnado en magnate, probando tu fe antes del Juicio Final. Las salidas de herejes, los fichajes de fieles… todo es su plan para un nuevo Reino en el fútbol y las almas”. El monje extendió una mano marchita, revelando un pergamino: nombres de jugadores aún en la plantilla, marcados con cruces rojas, y uno dorado: Pérez. “Pero traidores acechan. Ceballos y Rodrygo juran lealtad, pero sus sombras susurran dudas. Purifica, o el fuego te consumirá a ti también”. Un escalofrío recorrió a Torquemada. ¿Era Florentino el Mesías disfrazado, enviando milagros a través de contratos y goles? Recordó su llegada: la resurrección en las nieblas del pasado, el chándal blanco materializándose, y Florentino recibiéndolo con esa aura de luz contenida. En una reunión secreta días atrás, el presidente había colocado una mano en su hombro durante una discusión sobre las cesiones de Güler y Vallejo. “Tomás, la fe mueve montañas… y mercados”, había dicho, y en ese instante, una visión fugaz había asaltado al inquisidor: Florentino en una cruz invisible, rodeado de ángeles con escudos del Madrid. ¿Aliado supremo o tentación del Adversario? El relicario ardía en su palma, confirmando la revelación del monje, pero también advirtiendo de un peligro inminente: una traición en el hipogeo. Mientras ascendía de las profundidades, Torquemada sintió ojos sobre él. En las gradas vacías del Bernabéu, una silueta observaba: Florentino, solo, con las manos cruzadas en oración. El presidente giró la cabeza, y por un segundo, su rostro se transfiguró –barba etérea, ojos infinitos–, antes de volver a la normalidad. “Ven, Tomás”, llamó con voz que resonaba como un edicto celestial. “Hay misterios que solo los elegidos pueden desentrañar”. El inquisidor se acercó, el relicario latiendo en sincronía con su corazón. La trama se cerraba como una tenaza mística: ¿aceptaría Torquemada su rol en el plan divino de Florentino Pérez, o desataría una inquisición contra el mismísimo Hijo? Las sombras del Bernabéu susurraban respuestas, pero el velo del misterio aún no se rasgaba.
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