Capítulo 1: “El portero que se quedó” Akureyri, marzo. Nieve en los tejados. Silencio en el Þórsvöllur. Cuando me bajé del autobús, el aire me golpeó como un puñetazo helado. El campo estaba vacío, cubierto por una fina capa de escarcha. A un lado, el viejo banquillo de madera. Al otro, la pequeña grada donde apenas caben mil quinientas almas. Y en el centro, el escudo de Þór, rojo como la sangre, blanco como la nieve. Había llegado a Islandia tres meses antes, respondiendo a una oferta en FutbolJobs. Portero suplente, contrato corto, sin promesas. Pero algo me atrapó. El silencio. La honestidad. El fútbol sin adornos. Cuando Þorlakur Árnasson dimitió, nadie esperaba que me ofrecieran el cargo. Yo menos que nadie. Pero el presidente me llamó a su despacho, me sirvió un café hirviendo y me dijo: —Tienes la Licencia C. Y tienes el respeto del vestuario. ¿Te atreves? Dije que sí. No porque estuviera preparado, sino porque sabía que si decía que no, me arrepentiría toda la vida. Hoy es mi primer día como entrenador de Þór Akureyri. No tengo cuerpo técnico. No tengo fichajes. No tengo experiencia. Pero tengo una libreta, una idea clara y un vestuario que necesita creer en algo. La nieve había caído por la noche. No mucha, lo justo para cubrir las líneas del campo con una manta blanca que hacía imposible distinguir si aquello era un estadio de fútbol o una pista de aterrizaje para cuervos. El balón no rebotaba, se quedaba muerto. Como el ambiente del vestuario. Dieciséis jugadores llegaron puntuales, otros dos con ojeras y olor a pescado. El mediocentro titular acababa de salir de su turno en la fábrica de salazón. El lateral derecho, estudiante de ingeniería, llegó con los apuntes aún en la mochila. Todos callaban. Algunos me saludaban con un gesto de cabeza. Otros ni eso. Llevaban años escuchando promesas. Entrenadores que venían, hablaban bonito y se marchaban sin dejar nada. ¿Por qué yo iba a ser diferente? Me coloqué frente a ellos con la chaqueta roja de entrenamiento aún abrochada hasta el cuello. El termómetro marcaba -4 °C y dentro del vestuario no era mucho mejor. —Soy Alberto. Ya me conocéis. O eso creéis. No vengo a prometer ascensos, ni victorias, ni revoluciones. Vengo a devolveros algo que habéis perdido: estructura. Sentido. Ganar o perder es parte del juego. Pero competir… eso depende de vosotros. De nosotros. Silencio. Alguno alzó una ceja. Uno de los suplentes de confianza de Þorlakur, Hlynsson, cruzó los brazos. El veterano, Heimisson, ladeó la cabeza con curiosidad. —Esta semana vamos a entrenar sin balón el primer día. No quiero ver cómo jugáis. Quiero ver cómo os movéis, cómo respiráis, cómo reaccionáis cuando algo no sale. Uno de los chicos rió. Omar, el portero suplente, murmuró algo en islandés. El mediapunta lo tradujo: “Dice que parece entrenamiento de ejército”. —Perfecto —respondí—. El ejército al menos sabe a qué juega. Hubo una carcajada. Rota. Sincera. Y por primera vez, una grieta en esa capa de escepticismo que lo cubría todo. Gomas elásticas. Circuito de reacción. Sprint en la nieve. Parecía absurdo, pero al final, sudaban. Se empujaban. Se reían. No de mí. Conmigo. Les dejé sin balón todo el entrenamiento, pero no les faltó nada. Al final, Hlynsson se acercó. —¿Vas a traer algún entrenador de verdad? ¿O vamos a hacer yoga toda la temporada? —Tú quédate cerca de Omar, que aún corre como un carrito de la compra —le dije con media sonrisa—. Lo de yoga lo dejo para la segunda vuelta. Se fue sonriendo. Esa noche, el grupo de WhatsApp del equipo cambió de nombre: "Þór – Comando Artico ❄️⚽" No sé si era respeto. No sé si era sarcasmo. Pero sí sé que era un comienzo.