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La resiliencia de los mártires

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A veces pienso que mi vida empezó la noche en que todo se derrumbó. Antes de eso, solo recuerdo ruido: el silbido del viento entre los tejados de Penydarren, el olor del carbón, los domingos con mi padre escuchando los goles por la radio casi al mismo tiempo que en la calle, el aroma del pan de mi madre recién salido del horno. Todo eso se fue una tarde gris, con el sonido de los frenos en la curva y la sirena que nunca olvidaré. Tenía quince años. Y desde entonces, el silencio me acompañó como una sombra.

Durante años, caminé por Merthyr Tydfil como un fantasma. Las colinas parecían mirarme con compasión, como si conocieran un secreto que yo no. Me refugié en lo que encontraba, las noches, los amigos equivocados, las drogas y la sensación de que el dolor se podía apagar por un rato. Pero todo lo que se apaga, se cobra su precio después. Lo aprendí en los años en que perdí más de lo que tenía. No era mal chico, simplemente estaba roto. A veces la tristeza busca grietas y, cuando las encuentra, entra sin pedir permiso. Hubo un tiempo en que pensé que no saldría de ese túnel, que el valle me tragaría como a tantos otros que se quedaron quietos mientras el mundo seguía girando.

Fue el fútbol lo que me despertó, como una voz antigua que me llamó por mi nombre. Recuerdo el día: llovía, claro, en Merthyr siempre llueve cuando algo importante pasa, caminaba sin rumbo por Pontmorlais y oí los gritos que venían del viejo estadio de Penydarren Park. Me acerqué. No tenía dinero para entrar, pero me subí al muro, como hacía de niño, y miré por encima del cemento húmedo. Allí estaban ellos, los Mártires, luchando contra un equipo del oeste de Inglaterra. El barro volaba, las voces se mezclaban, y durante unos segundos sentí algo que había olvidado: pertenecer. El viejo Merthyr, mi Merthyr, seguía vivo aunque yo creyera que todo lo demás había muerto.

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Volví al estadio cada semana. Al principio, solo miraba. Luego, alguien me puso un balón en los pies. El cuerpo recuerda lo que el alma intenta olvidar. El pase corto, el control con el empeine, el sonido del cuero golpeando el aire húmedo. Era como volver a respirar. Empecé a entrenar con los juveniles. No era el más rápido ni el más técnico, pero tenía una furia que nadie podía igualar. Me alimentaba del deseo de salir del agujero, de demostrar que no todo lo perdido está muerto. El fútbol no era lo mío, pero allí me sentía bien, me sentía a salvo en un mundo en reconstrucción, mi mundo. Mi camiseta blanca y negra, empapada de lluvia, era un manto de redención.

Pero la vida nunca se entrega sin pedir algo a cambio. Una lesión me rompió el menisco, y con él, los sueños de seguir perteneciendo a algo que me devolvía a la vida. Tenía veinte años. Otra vez el vacío, otra vez la oscuridad. Pero esta vez, en lugar de caer, decidí quedarme. Si no podía jugar, enseñaría. Si no podía correr, haría correr a otros. Me formé como entrenador mientras trabajaba de noche en una fábrica de aluminio en Dowlais. Cada jornada, entre el ruido metálico, pensaba en táctica, en disciplina, en cómo el fútbol podía salvar a otros chicos como a mí. En el vestuario, veía mis propios fantasmas en cada mirada joven, en cada hombro caído por una derrota. Y les hablaba. No de victorias, sino de resistir.

El club volvió a abrirme las puertas. Era ya Merthyr Town FC, renacido por sus propios aficionados tras el colapso del antiguo Merthyr Tydfil. Cuando caminé por primera vez al banquillo, aún con el estadio vacío, me estremecí. Pensé en mis padres, en la curva maldita, en todo lo que había perdido. Y comprendí que en realidad nunca lo perdí del todo, todo seguía allí, transformado en un grito colectivo que se alzaría desde las gradas. No soy un hombre religioso, ni mucho menos, pero creo que el fútbol tiene algo de liturgia. Los domingos, cuando los cánticos comienzan y los tambores resuenan en la colina, siento que estamos rezando todos juntos, pidiendo lo mismo: que la vida, aunque duela, tenga sentido.

En los años siguientes, el club cambió. Subimos, bajamos, volvimos a subir. Algunos partidos se recuerdan por los goles; otros, por la lluvia, o por el silencio posterior. Pero cada uno de ellos fue una piedra en el camino de regreso. El pueblo necesitaba creer que aún podía levantarse. Y yo también. Mientras, entrenaba a los chavales más jóvenes, apenas un puñado de mocosos que no sabían que la vida se sudaba en sangre. Y allí sigo, hasta el día de hoy, en el que una noticia quiere volver a cambiar mi vida, aunque espero que para bien.

A veces, después de los entrenamientos, me quedo solo en la grada. Miro el campo vacío y pienso que el césped guarda la memoria de todos los que pasamos por él. El fútbol no borra el dolor, pero lo transforma en otra cosa, en una canción, en un pase, en un rugido de esperanza. He entrenado a juveniles con más talento del que yo jamás tuve, pero pocos con más hambre. Les digo siempre lo mismo: “No jugamos solo por puntos. Jugamos por nosotros mismos, por los que ya no están, por este lugar que nos hizo y nos dolió.” Y ellos, con edades que se pueden contar con los dedos de las manos y los pies, parecen entender, porque aquí todos sabemos lo que es perder algo. El Merthyr Town no es solo un club. Es la cicatriz de un pueblo, la prueba de que lo roto puede seguir adelante. Algunos dicen que exagero cuando hablo así, que el fútbol no salva a nadie. Pero yo sé que están equivocados. A mí me salvó.

Cuando camino por la calle hoy, con el abrigo del club y el escudo en el pecho, los padres me saludan por mi nombre. A veces me paran para hablar de aquel gol de su hijo, de aquella remontada imposible, de derrotas dolorosas que recuerdan más ellos que los chavales. Pero otras veces, simplemente me miran, como si vieran en mí algo más que un entrenador. Como si supieran que, en cada partido, busco reencontrarme con ese niño que una vez perdió a sus padres y creyó que el mundo había terminado. No he vuelto a subir al muro de cemento, el del día en que miré al campo por primera vez desde fuera. Pero cada vez que el árbitro pita el inicio, siento que sigo allí, con las manos frías y el corazón encendido, observando a los míos luchar contra la lluvia y el destino. El fútbol, para mí, no es un juego. Es una forma de recordar, una manera de seguir respirando cuando el aire escasea. En este pueblo, las minas están cerradas, las fábricas también, pero el estadio sigue abierto. Allí, entre el barro y la bruma, aún encontramos razones para seguir.

Cuando Les Barrow, actual cabeza visible en la presidencia del club, se acercó a pedirme ayuda, preguntándome si quería entrenar al primer equipo, tras la renuncia de Paul Michael, me quedé callado, sin saber qué decir. Dicen que los mártires no mueren, que su ejemplo sobrevive en quienes los recuerdan. A veces pienso que Merthyr Town lleva ese nombre porque todos nosotros, los que hemos caído y vuelto a levantarnos, somos un poco mártires también. No por morir, sino por persistir. Y si algún día este club vuelve a brillar en lo más alto, no será por táctica ni por dinero, sino por lo mismo que me trajo de vuelta aquella tarde de lluvia: amor. Amor por una camiseta, por una comunidad, por la idea de que incluso en el valle más oscuro puede brotar la luz. Soy Emrys Meredith, hijo de Merthyr, hijo del carbón y del viento. He perdido mucho, pero he ganado algo más grande: la certeza de que el fútbol puede hacer que un corazón roto vuelva a latir. Y mientras haya jóvenes que sueñen con marcar un gol bajo la lluvia, yo seguiré aquí, en la banda, recordando que la resiliencia no se entrena… se hereda.

─Por supuesto, Les, ¿cómo no voy a querer entrenar al Merthyr, al equipo de mi ciudad?


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Bienvenida

No ha pasado mucho desde que dejé en el aire la historia del West Ham. Pero una gran fuerza me ha hecho volver a empezar otra. Una tan poderosa como hacer click en empezar una partida en el juego. Como a muchos de los que seguimos con vida en el foro (y con algo de tiempo libre), me es imposible jugar sin contar. Bendito problema para el foro, al que espero le quede aún mucho tiempo con locos como nosotros, contando las andanzas de nuestros equipos virtuales por aquí.

La idea de la historia es una espinita que tengo clavada desde hace mucho con el juego. En los foros ingleses suelen llamarle “park to prem”, o lo que viene siendo agarrar al equipo en la categoría más baja y llevarlo a primera división. Esto, en el sistema de ligas inglesas, nunca lo he conseguido. Mi idea principal era llevarlo a cabo como carrera de entrenador. Empezar con un perfil bajo de entrenador e ir creciendo con él, a medida que cambia de equipo y se va ganando una reputación. Pero, a raíz de un post de @Lineker, he decidido cambiar la idea. Ahora será la misma partida, pero con un solo equipo. Creo que puede ser un reto más largo y complicado.

Si con la carrera de entrenador llegar a lo más alto depende de lo bien que lo hagamos y la grandeza de los clubes a los que vayamos eligiendo, empezar con un club de muy poca reputación, e ir haciendo que crezca, creo que será una tarea más complicada, ya que se debe ir creciendo a nivel deportivo e institucional, con todos los cambios que ello comporta. Buscando equipo me topé con el Merthyr Town, un club, como otros tantos, refundado tras quebrar económicamente. En la actualidad es propiedad de los aficionados a través de una sociedad de beneficio comunitario, aunque ya lo iremos viendo durante los posts de historia del club. Esta situación pienso que también le dará un plus de complejidad, a la vez que más mística al trayecto propuesto.

Veremos si el FM26 da para llevar a buen puerto con la historia y el manejo no se hace demasiado complejo. De momento las sensaciones son buenas y las ganas aún mejores.

¡Bienvenidos mártires!

Hola @zeusitos

Aquí un "martir" más. La introducción es una delicia.

Bonito y complicado reto el que planteas. Entiendo que, más aún, con el nuevo FM26 que tanta polémica está generando, por ser suave... así que te deseo lo mejor y que puedas desarrollarla como la tienes planeada.

Por cierto, gracias por la mención. Mucha suerte.

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