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Durante nueve días y nueve noches el Transiberiano me lleva de vuelta al paraíso recobrado de mi infancia. Mi cuna es Vladivostok- la que un día fuera la capital del lejano Oriente ruso-. Recostada al borde del mundo, fría y solitaria, es una de las primeras  en recibir el hilo dorado y rojo del amanecer. Allí volaba tratando de alcanzar el esférico, mientras contemplaba al fondo cómo las gaviotas, desde el cielo, aterrizaban en la orilla y buscaban alimento entre las conchas. Yo soñaba con desplegar mis alas, como estas aves, para convertirme en un gran portero. Mi pequeño Nikolai Gontar, estás obsesionado con el fútbol-me decía mi padre-.

En 1967, con 18 años, era el chico más feliz del planeta. Debuté con el equipo de mi vida -el Energiya Luch-Vladivostok- y defendí su portería hasta 1971. En 1972 me mudé a Moscú –mi segundo hogar- para militar en el Dinamo de Moscú desde 1972 hasta mi retirada en 1984. Incluso fui internacional con la URSS en 12 ocasiones y siempre tendré la espina clavada de no habernos podido clasificar para la Eurocopa de 1980. Además, gran parte de mi vida la he pasado en Moscú al lado del Dinamo. De 1986 a 1987 fui el director deportivo del club y de 1988 a 2010 he sido el entrenador de porteros. Ahora, a punto de cumplir 62 años, emprendo en este 2011, casi 40 años después, el viaje de regreso a mis raíces para ser el entrenador del equipo a cuya portería llegué tan joven. Dos ciudades me han cobijado durante toda mi vida: Vladivostok y Moscú; dos equipos permanecerán siempre en mi corazón: Luch Energiya-Vladivostok y Dinamo Moscú.

Recorro con mi vista los largos paisajes, ya bastante cambiados, que un día observé desde la otra dirección. Un gran volumen de Guerra y Paz y las breves charlas con los transeúntes ocupan gran parte de mi tiempo. Del samovar me echo el té. Mi mano izquierda retiene la taza y la derecha la obra de Tolstoi. De vez en cuando, tras haberme sumergido en otro tiempo, mis ojos ansiosos se posan en la ventana viendo pasar poco a poco los distintos matices de la naturaleza. Siento que el viaje es muy largo y la meta invisible. Una contradicción casi perpetua puebla mis largas horas. Por un lado, deseo con vehemencia vivir de nuevo en mi primer hogar, y por el otro, una gran incertidumbre aterra mi corazón al sentir que casi nada se sostendrá igual, que todo habrá cambiado y que el dibujo mental de mi recuerdo habrá sido usurpado.

Nos encontramos cerca ya de mi amada ciudad. La memoria se mueve a toda velocidad y cientos de imágenes distintas y confusas se agolpan en mi mente. Veo a mi madre reprochándome que la ropa está sucia por haberme tirado tanto al suelo con el dichoso fútbol, las mañanas junto al puerto contemplando el hermoso azul del océano y a mis amigas las golondrinas, mi llegada por primera vez al estadio del Luch-Energiya con el eterno rugido del tigre siberiano, mis caricias a los postes antes de mi primer encuentro y siento el beso de buenas noches de pequeño, arropado en mi cama, antes de soñar que un día sería un gran guardameta.

El tren se va deteniendo poco a poco y me levanto de un impulso como un resorte, aunque me detengo unos instantes como si no quisiera salir. Pase usted primero, señora. Camino despacio un pequeño tramo y, frente a algunos pasajeros, la puerta se abre ante mí. Me coloco mis gafas colgadas en el pecho y raudamente se empañan. Ante mí aparece mi primer lecho y no puedo evitar llorar en silencio.

                                                                                                                                                            

http://www.subirimagenes.com/otros-vladivostok-9872059.html

                                                                                                                                                             La estación de Vladivostok, el último refugio del Transiberiano

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